lunes, 21 de agosto de 2023

 MI GRAN VERANO BOREAL   

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oy a emprender el viaje más importante de mi vida. Todo está preparado. Los mínimos y máximos detalles han sido contemplados y estudiados en profundidad. Nada ha quedado librado al azar. El trayecto es largo pero me tengo una fe irracional. Estoy con buen ánimo y peso, en excelentes condiciones físicas.
Llegué hasta aquí, las tierras bajas de Alaska, en un vuelo directo de China y hace un mes que me pertrecho y preparo para la aventura. No llevo equipo extra ni peso innecesario. Volaré con mi equipo propio, en vuelo directo desde Alaska hasta Nueva Zelanda. Sin escalas. Ni una sola y mínima parada. El aire puro, duro, liviano e invisible será mi único soporte. Sin paradas, en un tiempo fortuito y de alguna manera también impredecible. Un gran desafío para un ser de vida gris sin sorpresas ni grandes hazañas para contar.
El verano que pisamos ha perdido calor y hay que partir pronto. Me pregunto qué fuerza impensada me motiva para realizar este viaje. Simplemente no lo sé. Es como un impulso ancestral que se inicia en el ADN de cada una de mis células y termina en el centro de cálculos que habita mi cráneo. Trato de encontrar una explicación razonable para tremenda aventura, pero no lo logro. O tal vez si la haya, en las profundidades de las necesidades fisiológicas de cada organismo que vive conmigo bajo ese techo protector que llamamos atmósfera. Todos, sí, creo que todos compartimos mandatos intangibles y subliminales: los instintos. Allí tenemos la oculta explicación de mi ignoto viaje, el instinto. No recuerdo que en mi familia mi progenitores hablaran de esto, pero bien sabemos que los hijos no hacen lo que los padres les dicen sino más bien los que sus progenitores hacen calladamente. No hubo de parte de ellos aprobación o rechazo a este viaje lo que yo aproveché para traducir a mi antojo como una serena e inevitable aprobación.
En los infinitos firmamentos oceánicos, el sol guiará mi rumbo, indicará fielmente el camino hacia el sur. Durante la noche, las estrellas serán mi brújula infalible. Y en esos aterrorizantes días de tormentas tropicales, donde todo se nubla, se oscurece y una pared de agua oculta el siguiente paso, pues bien, en esa pesada incertidumbre mis puros y básicos instintos, comandarán el timón de mi vuelo. No tengo miedos. Es insensato no tenerlo, cualquier ser terrenal debería tenerlo pero ¿qué sabemos nosotros acerca de todas las especies animales y vegetales que habitan este planeta azul? ¿Tendrá miedo acaso un coco que flota en el océano de no encontrar tierra y morir solo, flotando en agua salada a miles de kilómetros de su tierra natal? ¿Y qué sentirá ese mismo coco, semilla marina de palmeras amantes de playas, al arribar a una isla desierta, sin playa ni palmeras? ¿Es posible que sienta miedo una bacteria, un escarabajo o una sequoia gigante con más de cien metros entre la copa y sus raíces? ¿Será miedo la emoción que predomina en una gacela atacada por una jauría de perros hiena africanos que la despedazarán con vida para comerse sus vísceras y todo lo demás luego? No, no tengo miedo. Tampoco certezas, solo una misión que cumplir. Mi genes son mis ojos, mi ADN mi destino.
¿Y qué más puedo decir del trayecto de más de 11.000 kilómetros en ocho o nueve días volando a una velocidad media de 56 km/h? Noche y día, día y noche, sin descanso. Sin comer ni dormir ni beber. No hay posibles paradas en ese desierto de agua salada y si la hubiese sería una mínima porción de tierra que no agregaría ninguna ventaja al vuelo continuo. Es extraño pero nadie ha tratado de disuadirme de acometer esta empresa titánica, todo lo contrario, solo oigo voces y gritos que me alientan, me apoyan ¡son todo geniales!, mis padres, mis hermanos, mis amigos, todos sincronizados con la naturaleza sólo esperando el día inicial. Tampoco éste tiene fecha fija. Un día, pronto, un día como cualquiera sonará una señal dentro de mi cabeza y sabré que el proyecto habrá comenzado. No me preocupa ni el cuándo ni el cómo. Llegado el momento justo, ni antes ni después, lo sabré.
Por ahora, mi única preocupación es ganar peso. Acumular grasa, como un camello en su giba, la cual luego servirá como combustible único y total. Será mi comida, mi bebida y mi combustible. ¿Extraño no? A ningún humano se le hubiese ocurrido que esto fuera posible. Se opone a las leyes de la física, química y de la naturaleza toda. ¿Cómo es posible que un ser viviente pueda permanecer más de una semana sin comer ni beber y al mismo tiempo moverse a más de 50 km/h?
Estas elucubraciones no deberían distraerme de mi obligación primaria y sustancial de estos días ¡comer, comer y comer! No habrá balanza que me diga si estoy en forma, que el umbral de peso ha sido sobrepasado, también eso lo sabré de una manera subliminal. Mi entrenamiento es tan completo y eficaz que me ha dotado de todas las técnicas y estrategias justas para el viaje. Tan justas, que si algún obstáculo meteorológico me impide llegar en el tiempo calculado, moriré sin llegar a destino.
Solo tengo palabras de agradecimiento para el genial ingeniero que diseñó mi traje de vuelo, este que llevo puesto a toda hora. Con un peso mínimo está capacitado para protegerme del frío, del calor, del viento, de la lluvia y del sol abrasador. Deberé afrontar alguno o todos estos elementos durante la travesía y mi traje habrá de ser infalible. Y lo es, sin dudas. Está construido con uno de los materiales más abundantes del planeta. No es aluminio ni titanio ni alguna extraña aleación especial. Es muy superior a todos ellos y es la quitina, el polímero que forma parte esencial de la caparazón de los crustáceos, los insectos y de las plumas de las aves. Es más liviano que el titanio y quizás más fuerte y además, con la forma apropiada, es un gran aislante, el mejor. Bien, ese es mi traje “de astronauta” al que cuido con esmero dedicándole varias horas al día a su cuidado y mantenimiento. Cuando esté en vuelo no podré hacerlo y sus perfectas cualidades intrínsecas lo mantendrán en buena forma.
Siento que mi tiempo en tierra se agota y toda mi fisiología se va sincronizando al viaje. Veo a mis padres, más pendientes y atentos que nunca a la nueva y audaz travesura de su hijo.
Todavía no tengo nombre, pero al concluir la aventura la ciencia de los humanos me nombrará E7 y sabrán todo acerca de mi vuelo mediante un diminuto GPS que me han insertado dentro de mi cuerpo. Soy un ave pequeña, no muy vistosa, una aguja de cola bataráz, (Limosa laponica Baueri). De plumaje grisáceo y alrededor de 300 gramos de peso; cuando llegue a Nueva Zelanda pesaré unos 150 gramos, la mitad de mi peso inicial. La otra mitad la habrán consumido más de ¡cincuenta millones de aleteos durante ocho o nueve días a través de 11,700 km, sin ninguna detención! Soy la única y auténtica “rara avis” del mundo animal, el animal migrante más extraordinario que se conoce. Pero no debo asignarme todo el crédito ya que mi papá, mi mamá y todos mis hermanos, miles de ellos, me habrán acompañado en la travesía. Y cuando termine el invierno aquí en Nueva Zelanda, viajaremos sin escala 10.200 kilómetros a China. Y hacia el final de la primavera haremos 7400 kilómetros de un tirón hasta Alaska donde pasaremos casi todo el verano poniendo huevos y criando pichones. Hacia fines de agosto (fin del verano boreal) estos mismos pichones estarán listos para el gran vuelo sin haber casi tenido tiempo de probar sus habilidades en vuelos maratónicos.
¿Cómo lo hacemos? Muy fácil, sin pensar un solo movimiento, sin cálculos previos ni largas jornadas de práctica. Nos entregamos con fanática pasión a las leyes de la naturaleza. ¿Hay algo más sabio en este planeta?



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