EL PADRE RUPERTO
Dormí entrecortado esa noche. Me esperaba un maravilloso día y la ansiedad producía su efecto. Una rápida pero cuidadosa ducha seguida por un café negro creyeron ser mi frugal desayuno, y a la ruta. Era mi montura un viejo Ford 48 rojo que me llevaba a todas partes sin quejas ni demandas. Disfruté como pocas veces ese camino sinuoso que conocía bastante bien y que se internaba en las primeras estribaciones de los Pirineos en Huesca. Región viñatera por excelencia, me retrotraía a mi infancia entre uvas y viñedos plenos de sol y promesas. Continué disfrutando del paisaje ondulado ahora adornado con surcos e hileras simétricas de añosas vides con grandes historias para contar.
En el convento jesuítico de Somontano me esperaba el Padre Ruperto. Este regordete y bonachón sacerdote era tan reconocido por su idoneidad enológica como por su desapego a los atrios y a la liturgia católica. Sin embargo, allí, tanto en el campo como en la bodega, él era un monarca. Conocía como nadie el tenor de azúcar de los granos con solo acariciar los racimos, disfrutar su turgidez y serosidad y llevarse a la boca el jugo pleno de taninos y precursores del ansiado maná esperado durante todo un año. Muchos días de escardillado, podas, ataduras, pulverizaciones y otros amorosos cuidados permanentes. El cura amaba esta ancestral letanía que lo llevaba a producir los mejores vinos de la región. Me esperaba con sus pocos cuidados hábitos, los que mostraban que la pulcritud no era una de sus virtudes, pero con una amplia sonrisa en su cara redonda como su vientre prominente. Estacioné el viejo Ford bajo un coposo sauce y bajé a abrazar al padre. No habíamos terminado con las formalidades de una salutación de viejos amigos cuando ya me arrastraba al galope por las calles de interminables viñedos que se esparcían en todas direcciones. Su excitación era tal que su aliento no le alcanzaba para apurar el paso y contarme acerca de su secreto mejor guardado que quería contarme con orgullo de padre primerizo. Por fin, torcimos a la derecha en unos grandes rosales de rosas amarillas que marcaban la cabecera de fila y metros después se detuvo en seco como inmovilizado por un rayo paralizante. Yo estaba parado junto a él pero solo veía hojas verdes preciosamente acomodadas por la maestra natura y semi escondidos entre ellas a pocos racimos llenos de vida, cerúleos, perfectos. Miré al cura y este me devolvió una mirada pícara con algo de incredulidad. El silencio comenzaba a hablarme con sinceridad: estábamos los dos parados, expectantes, frente a un nuevo “retoño”, un nuevo hijo dilecto del padre Ruperto. Entonces, brotando como alimentos de una abundante cornucopia, la boca se le llenó de muchas más palabras de las que podía pronunciar y que mis oídos trataban de filtrar para extraerles contenido. Era esta la primer cosecha de una nueva variedad de uva tinta creada por las manos mágicas de este hacedor de vinos, productora potencial de aquellos elixires que solo los grandes catadores y sumilleres pueden catalogar como únicos, sobresalientes, excelsos y no sé cuántos más apelativos que llaman al asombro.
El padre, traspasando los prudentes límites del discernimiento, me aseguraba que este nuevo varietal se inscribiría en los más prestigiosos libros de enología y haría historia en las páginas de la vitivinicultura mundial. Tanto entusiasmo se me antojó un poco exagerado, pero mi admiración por el fraile borró en un instante mis prevenciones. Sin embargo, mi diablillo interior me remarcó el hecho de que aún las uvas no habían sido cosechadas ni vinificadas y por lo tanto todo estaba por verse. Oculté con disimulo la incipiente aprensión que trataba de instalarse en mi semblante mientras el cura hablaba ahora con las plantas explicándoles el misterio de la fermentación y en lo que se convertirían sus racimos luego de que ésta terminara con las cuidadosas indicaciones de Baco. El sol comenzaba a amarillear el color de las cosas. Terminamos de recorrer las preciadas hileras, escasas por cierto, y regresamos a la bodega donde el Padre me agasajó con un rutilante Moristel de la finca acompañado por un queso camembert de perfecta maduración y sutiles dejos amoniacales más un irremplazable pan de campo.
Nos despedimos con un fuerte abrazo de hermanos, subí al viejo Ford y comenzamos junto con el sol el descenso al valle. Mientras recorría plácidamente las repetidas sinuosidades del camino, reflexionaba sobre mi visita al convento. Súbitamente una sombra amenazadora atravesó mis pensamientos: ¡el maldito granizo! y sus efectos letales me llevaron de regreso al convento imaginando sus consecuencias. Eso, sí eso, era lo que subrepticiamente se había ido introduciendo en mi mente y me llevaba a ser un tanto escéptico con la exagerada y prematura euforia del Padre. Si bien el meteoro no era muy frecuente en Somontano, en uno de cada siete años descargaba sus piedras destructivas sobre la región y las pérdidas en las cosechas solían ser totales. Continué descendiendo hacia el valle con otro humor, más sombrío. Nada había que yo pudiese hacer más que preocuparme de antemano por la posible catástrofe. Esta agonía se prolongaría durante las próximas dos o cuatro semanas, el tiempo que faltaba para el inicio de la vendimia. “Alea jacta est”, pensé en las sentenciosas palabras de Cesar pronunciadas después de cruzar el rio Rubicon. Efectivamente, los dados habían rodado y “la suerte estaba echada”.
De regreso a casa e inmerso en la rutina laboral cotidiana, las uvas del Padre Ruperto pasaron a planos inferiores. Dos semanas después, un domingo muy luminoso y de temperatura agradable, recogí el diario de la entrada y me dispuse a premiarme con el único buen desayuno de la semana. Tres gruesos panqueques impregnados de mantequilla y chorreados con “maple syrup”, el dulce y único jarabe de arce, el original. El aromático y humeante café recién preparado era el acompañante perfecto para la ocasión. Me senté a la mesa frente al manjar al mismo tiempo que desplegaba el periódico local, la encantadora rutina de todos los domingos. Pero en un santiamén el olor de la estancia cambió, los colores se opacaron y el canto matinal de los pájaros calló. Allí, ante mí, en la mismísima portada del matutino, se anunciaba la desgracia más grande de la historia: un granizo de grandes dimensiones había golpeado fuertemente la tierra de Huesca. ¡Las pérdidas se consideraban totales! No pude seguir leyendo, abandoné los insípidos panqueques y me senté en el húmedo y frio sofá a rumiar mi desolación pensando en el dolor del Padre. Salí a caminar para despejarme. De regreso me crucé con Antonio, un viejo amigo del barrio.
─¿Te has enterado lo del granizo ─dijo compungido.
─Sí, claro, acabo de leerlo en el periódico. Es un desastre total para esas pobres gentes que trabajan todo el año esperando el momento y ¿con que les responde el Señor? ¡Con una lluvia de piedras asesinas! Eso no es justo.
─No, amigo, no, me refería a eso que ahora sabemos todos, hablaba del milagro, ¿tú crees en milagros?
Estaba desconcertado por el abrupto giro de la conversación. De un flagrante desastre nos habíamos deslizado al terreno de los milagros.
─¿De qué milagros me hablas, Antonio? ─dije un poco molesto.
─Hombre, parece que tú vives en las nubes de Úbeda ─me descargó Antonio con cierta sorpresa ante algo que supuestamente yo no podría desconocer. Yo soy un agnóstico y los milagros no son mi especialidad, por lo cual comenzaba a pensar en otro cuento de hadas de Antonio. Igualmente y para conformarlo le dije.
─Muy bien, Antonio, muy bien, ¿y cuál es el milagrillo ese que te tiene tan conmocionado?
─Verás ─dijo Antonio con el ánimo vivo─. A pesar de que el granizo fue total en la comarca, hubo una finca, una sola finca, de un convento de no sé qué orden que salió completamente indemne, creo que es el convento de Somontano, ¿no crees que esto es un milagro de Dios?
Cubierto por un sagrado manto de silencio y una ruda mano intangible que me apretaba la garganta, puse una afectuosa palmada en el hombro de Antonio y regresé a casa a terminar con esos tres panqueques impregnados de mantequilla, los más sabrosos del planeta Tierra. El casi imperceptible condimento de algunas lágrimas de ternura los haría mucho más sabrosos aún.
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