EL CHICO DE CALAIS
En el Canal de la Mancha, los treinta y tres kilómetros que separan a Dover en el Reino Unido y Calais en la Normandía francesa fueron considerados por varios siglos como imposibles de cruzar a nado. La baja temperatura del agua y las impredecibles mareas convertían a la travesía en un objetivo quimérico. Hasta que en 1875 el capitán Matthew Webb cruzó el canal en veintiuna horas y cuarenta y cinco minutos. Como sucede en otras disciplinas, a partir de ese momento los récords se fueron batiendo uno a continuación del otro y en la actualidad el número de nadadores que cruzaron el canal asciende a 1284. En el año 2014, cincuenta y ocho nadadores lo lograron y la marca actual es de once horas y treinta y ocho minutos.
Esta información, trivial para muchos, desvelaba las noches de un atrevido francés, nativo de Calais, Antoine Feraud. El sueño del joven de diecisiete años era emular la heroicidad de todos aquellos temerarios nadadores que habían cumplido la hazaña. No pasaba día en que Antoine no pensara en cada detalle del cruce ni dejara de nadar algunas millas en las frías aguas del canal, cercanas a la costa. Estaba profundamente convencido de poder lograr su propósito y se preparaba arduamente para ello.
Los reglamentos impuestos por la Channel Swiiming Association (CSA) eran muy estrictos: eslip de baño con cuerpo desnudo, gorro de goma, no de neopreno y ningún contacto con la embarcación acompañante, la cual solo podía arrojarle comida y bebida a pedido del nadador, pero sin acercarse mucho a él. Nada de esto preocupaba a Antoine, que en su mente tenía todos los cálculos depurados. No le importaba la meteorología, el día de la semana o si había fallecido un pariente. Él iba al mar, a pocas cuadras de su casa, se calzaba el gorro de goma y las gafas de agua y nadaba hasta un peñón, ida y vuelta, cinco millas marinas en total.
Este proyecto era su vida, nada era más importante. De una forma u otra iba a intentar su hazaña y nada ni nadie se interpondría. Era único hijo, un tanto solitario, con pocos amigos y sin novia o interesada en agenda. En su colegio nadie sabía de su próxima aventura; solamente sus padres y un par de amigos conocían el secreto.
Finalmente, un día que había regresado envalentonado de su inmersión diaria dio la noticia a sus padres: intentaría el cruce el treinta y uno de diciembre por la noche para llegar a Dover el nuevo año. Faltaba exactamente un mes. Además, aprovecharía el receso escolar por las fiestas de fin de año.
Al principio sus padres no dijeron nada. Ni a favor ni en contra, pero a medida que pasaban los días comenzaron a inquietarse cuando vieron que esta vez Antoine no titubeaba. Un domingo, en que habían regresado de misa y su hijo había concluido su ineludible nado diario, decidieron hablar con él.
—Antoine, ¿puedes acercarte que tu madre y yo necesitamos hablarte? —dijo el padre.
—Sí, papá.
—Mira, hijo, tenemos muchas dudas acerca de tu proyecto —dijo con severidad.
—Sinceramente, no entiendo cuáles pueden ser sus razones —dijo Antoine levantando la voz—. Tengo todo organizado y bajo control y no veo obstáculos para ponerse pesimista ahora
Sus padres se miraron, desolados, e hicieron silencio por un largo rato. Luego el padre habló.
—Antoine, ¿y que hay con tus impedimentos físicos? —atronó el cuarto con su vozarrón imponente—. No puedes seguir engañándote ¡y nosotros no continuaremos con esta farsa!
—Yo me considero un chico como cualquiera y no voy a abandonar porque otros crean que no puedo hacerlo.
—Antoine, hijo mío, ¡no tienes brazos, maldito sea! —Sus ojos estaban llenos de lágrimas y su madre se había apartado a llorar desconsoladamente a un rincón junto a la ventana.
—¿Y crees que no lo sé? Hace diecisiete años que lo sé, pero este pequeño detalle no se interpondrá en el camino hacia mi sueño. Gracias a esta hermosa ilusión es que estoy aún con vida, ¡me suicidaría si alguien me impidiera concretarlo! —dijo esto último con tanta e inequívoca vehemencia que sus padres abandonaron el living dejando a Antoine rojo por el disgusto.
Y el lejano treinta y uno de diciembre llegó, con todo en contra. Hacía mucho frío y viento. El agua estaba a 10 °C y la marea no favorecía la partida fijada para las veintidós horas. Antoine tenía toda la logística a punto: la embarcación de unos amigos que le darían apoyo, alimentos y todo lo necesario, además de un veedor de la CSA quien cronometraría la travesía y verificaría que se cumpliesen todas las reglas.
A la hora señalada, en punto, Antoine entró al agua y comenzó a nadar con esa forma tan particular de hacerlo; lo hacía con la gallardía de un reptil acuático, ondulando su cuerpo de izquierda a derecha y viceversa. Los padres del joven quedaron en la playa consternados, fuertemente abrazados, pidiéndole al Señor que no se llevara a esa preciosa gema tan importante para ellos. Muy pocos, nadie en realidad, tenía fe en la fuerzas del chico de Calais para llegar a Dover. La pequeña concurrencia que se había acercado a presenciar el inicio de la hazaña se dispersó.
De regreso en su casa, los padres de Antoine habían decidido hacer vigilia hasta saber algo, bueno o malo, de su querido hijo. Cuando la noche se estaba aclarando dando paso al alba con un nuevo sol de un nuevo año, golpearon la puerta.
—Don Feraud ¿puedo pasar un momento?
—Sí, por supuesto, adelante pase —dijo con voz temblorosa el padre.
—Antoine está internado en el hospital Central con un diagnóstico de hipotermia severa ¿podrían acompañarme?
Nadie dijo una palabra más y los tres se dirigieron caminando al hospital. Llegaron sin poder controlar el llanto desesperado. En la habitación se encontraron con el cuadro que habían imaginado en tantas noches de insomnio. El cuerpo de Antoine yacía cubierto con una sábana de pies a cabeza. Había fallecido poco antes de que llegaran sus padres.
Nadie podría decir que el sueño de Antoine no se cumplió. Fue el motivo central de su existencia y lo ayudó a superar su discapacidad.
En su lápida tallaron, «Aquí yace Antoine Feraud, quien cumplió con todos los sueños posibles e imposibles de su vida».
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