sábado, 26 de agosto de 2023

 HORÓSCOPO MAL ASPECTADO, tEMP. 1, eP. 1


Inspirado en escritos de Horangel, Ludovica Squirru y Pattie Rodelli, y definitivamente arruinado por mi pequeñez literaria. Válido para todos los sexos, todas las edades y todos los ingenuos. No tiene fecha de vencimiento.

A

RIES

Como tantas cosas en el pasado, cree ahora haber descubierto el sentido de la vida, y como tantas otras veces ha descubierto que se ha equivocado como un animal.

Los arianos deben cuidarse muchísimo de comentar sus logros o triunfos con cualquiera. Es más, agradezca que no tiene ninguno.

Gran claridad mental, estará muy inspirado para contestar rápidamente a todo lo que se le pregunte, excepto las cosas importantes.

T

AURO

En el amor hay que saber esperar, saber comprender,  saber soportar, saber perdonar. Todo esto que a usted le resulta imposible aprender.

Los taurinos tendrán un mes difícil con las mujeres. Si usted es mujer tendrá problemas para soportarse a sí misma.

Comenzará una dieta muy estricta. Increíblemente este mes le parecerá más largo que ancho.

G

ÉMINIS

Empezará a hacer gimnasia yoga para bajar de peso y se dará cuenta que eso no es para usted cuando lo tengan que desatar entre cuatro.

Estará muy accesible, con ganas de entregar todo sin reservas, con buena voluntad en general. No se preocupe, pronto volverá a la normalidad.

El amor es la puerta que lo lleva directamente a la felicidad. Comprender esto le tomara más o menos una vida y media.


C

ANCER

En un ataque de nostalgia querrá volver el tiempo atrás y regresar a cuando no tenía problemas de ningún tipo…cuando tenía 2 meses de vida.

La grandeza de una persona a veces se nota en las pequeñas cosas. Lo digo porque lo único que le queda son esas pequeñas cosas.

Lo pondrán a cargo de un negocio brillante y con mucho futuro al que usted se encargara de ponerle su sello personal cuando lo lleve a la quiebra.

L

EO

La aventura no fue hecha para usted, a pesar de eso, este mes dejará de tomar el desayuno en la cama y se arriesgara a ir a la cocina.

Los leoninos tienen un carácter fuerte y dominante que casi siempre se apacigua mientras duermen.

Sus cosas irán de maravilla este mes. El único que se atraviesa para que todo se complique es usted.

V

IRGO

A usted le gusta sentir que todo está bajo control, meditado, organizado, sin complicaciones. Lamento decirle que este mes se enamorará.

A veces, virginianos, virginianas y virginianes, la solución es sacar una cuenta bancaria para poder tener, como mínimo, algún futuro a largo plazo.

Las virginianas prefieren prevenir antes que curar. Por eso es más fácil que lleguen a ser abuelas cargosas que médicas.

L

IBRA

Busque coincidencias con su pareja para limar esas asperezas que están surgiendo entre ambos…o busque una buena lima nomás.

Sera acosado por una señora casada que estará enloquecida persiguiéndolo todo el día, pero no se ilusione, es su esposa.

El gran amor de su vida pasará a una cuadra de donde usted vive, pero no me pregunte cuándo ni para qué lado.

E

SCORPIO

A menudo la gente lo suele confundir de lejos con otra persona, en cambio de cerca lo confunde con un ser humano.

Etapa de inseguridad a nivel personal No sabrá bien adonde quiere ir ni cómo, ni por qué. Lo malo es que insiste.
Por un error neuronal en su cerebro, tendrá una idea brillante que le reportará grandes beneficios.
S

AGITARIO

La verdad está oculta muy cerca suyo, es más, tengo la certeza de que se está ocultando de usted.

Irá a una muestra de arte abstracto y solo lograra entender un cuadro…el que dice SALIDA DE EMERGENCIA.

En una agradable cena familiar volverán a recordarle que usted endeudó a todos los parientes.

C

APRICORNIO

Encontrará algo que estuvo buscando mucho tiempo. Gran esfuerzo mental luego para recordar para qué lo quería.

Su amor por los animales le traerá problemas de celos con su pareja, que es medio bestia.

Estudiando música de cámara se dará cuenta que definitivamente lo suyo es la fotografía.

A

CUARIO

Probando con el azar y el juego se dará cuenta que tiene una habilidad envidiable para el desacierto.

Usted se queja demasiado de su mala suerte y eso, desgraciadamente, le quita tiempo para quejarse de todo lo demás.

Gran capacidad mental para realizar cálculos difíciles. Eso sí, no puede calcular como hará para vivir con la miseria que cobra.

P


ISCIS

Después de varios días de hacer dieta estricta y no bajar ni un gramo, vivirá un apasionado romance con su heladera.

¿Conoce el dicho “Hazte fama y échate a dormir”? Bueno, a usted se le olvido la primera parte.

En la despedida de soltero de un compañero de trabajo, su jefe aprovechará para despedirlo a usted también.

(Continuará)





 EL MAMBORETÁ SAGAZ Y LA CIGARRA LOCUAZ (FÁBULA FABULOSA)

Había una vez, en un añoso bosque de algarrobos, dos animales muy, pero muy opuestos. Eran dos insignes insectos que vivían en la copa de los árboles. El mamboretá, o tata dios como le dicen las gentes del campo, era muy lindo. Todo su cuerpo resplandecía de color y brillo, y llamaba la atención de muchos pájaros, mariposas y langostas del bosque. Se acicalaba mucho las antenas y patas delanteras, se miraba mucho en una gota de savia que oficiaba de espejo y se veía hermoso. La pobre cigarra en cambio, era muy, pero muy fea, tan grotesca que sus padres dijeron que iban a explorar la flora del lugar y nunca regresaron. Su cuerpo grueso y desgarbado tenía la gracia de una papa. Se miraba al espejo de savia y eso era lo que la pobre veía: ¡una triste y desgraciada papa! A contrapelo del glamour del mamboretá, el de la pobre cigarra no existía, cero, nada, nothing, nil.
El mamboretá era súper inteligente, preparaba sus ataques con paciencia y astucia. Era el súper depredador del bosque y el rey de la emboscada. Elegía bien a sus presas y ponía algo distinto en su mesa cada día. En cambio, la desdichada cigarra comía con la dudable elegancia de un chancho en el barrial. A la cigarra le bastaba con bajar su cabeza y encontrar su pastura predilecta que eran las ramitas tiernas de los árboles. Y por último, para acentuar aún más las diferencias, el mamboretá era rico de toda riqueza. Era elegante, talentoso, bello y sagaz. La gris y locuaz cigarra, además de aturdir al bosque con su ruido ensordecedor, era opaca, estúpida y pobre. ¡No todas las criaturas son iguales a los ojos del creador! Por lo menos en los vastos bosques de algarrobos.

Moraleja: Es preferible ser lindo, inteligente y rico, que feo, estúpido y pobre.

Nota del desautorizado autor: No es esta una fábula moralizante y didáctica, como se supone que debería ser, pero así la cuentan los transpirados hacheros chaqueños en los áridos y duros bosques de la región. Además, si no puedes leer esto con algo de humor, es muy probable que te conviertas en cigarra. Así será.
Nota notable: El humor sarcástico es, como el nombre apenas sugiere, sarcástico. Pero no deja de ser humor, como el negro, el étnico, el funerario o el mórbido. Es acido, un poco agresivo y, por sobre todas las cosas, un poco burlón. Aquí van unos ejemplos para que vayan aclimatando su sistema límbico: “De las cosas que NO me importan, tu opinión es mi favorita”. O este otro, “Si su cerebro está fuera de funcionamiento, haga el favor de no poner la lengua en marcha”. ¿Y este? Es mortal, “¿Sabes que te caería bien en este momento? ¡UN RAYO!


 EL CHICO DE CALAIS

En el Canal de la Mancha, los treinta y tres kilómetros que separan a Dover en el Reino Unido y Calais en la Normandía francesa fueron considerados por varios siglos como imposibles de cruzar a nado. La baja temperatura del agua y las impredecibles mareas convertían a la travesía en un objetivo quimérico. Hasta que en 1875 el capitán Matthew Webb cruzó el canal en veintiuna horas y cuarenta y cinco minutos. Como sucede en otras disciplinas, a partir de ese momento los récords se fueron batiendo uno a continuación del otro y en la actualidad el número de nadadores que cruzaron el canal asciende a 1284. En el año 2014, cincuenta y ocho nadadores lo lograron y la marca actual es de once horas y treinta y ocho minutos.
Esta información, trivial para muchos, desvelaba las noches de un atrevido francés, nativo de Calais, Antoine Feraud. El sueño del joven de diecisiete años era emular la heroicidad de todos aquellos temerarios nadadores que habían cumplido la hazaña. No pasaba día en que Antoine no pensara en cada detalle del cruce ni dejara de nadar algunas millas en las frías aguas del canal, cercanas a la costa. Estaba profundamente convencido de poder lograr su propósito y se preparaba arduamente para ello.
Los reglamentos impuestos por la Channel Swiiming Association (CSA) eran muy estrictos: eslip de baño con cuerpo desnudo, gorro de goma, no de neopreno y ningún contacto con la embarcación acompañante, la cual solo podía arrojarle comida y bebida a pedido del nadador, pero sin acercarse mucho a él. Nada de esto preocupaba a Antoine, que en su mente tenía todos los cálculos depurados. No le importaba la meteorología, el día de la semana o si había fallecido un pariente. Él iba al mar, a pocas cuadras de su casa, se calzaba el gorro de goma y las gafas de agua y nadaba hasta un peñón, ida y vuelta, cinco millas marinas en total.
Este proyecto era su vida, nada era más importante. De una forma u otra iba a intentar su hazaña y nada ni nadie se interpondría. Era único hijo, un tanto solitario, con pocos amigos y sin novia o interesada en agenda. En su colegio nadie sabía de su próxima aventura; solamente sus padres y un par de amigos conocían el secreto.
Finalmente, un día que había regresado envalentonado de su inmersión diaria dio la noticia a sus padres: intentaría el cruce el treinta y uno de diciembre por la noche para llegar a Dover el nuevo año. Faltaba exactamente un mes. Además, aprovecharía el receso escolar por las fiestas de fin de año.
Al principio sus padres no dijeron nada. Ni a favor ni en contra, pero a medida que pasaban los días comenzaron a inquietarse cuando vieron que esta vez Antoine no titubeaba. Un domingo, en que habían regresado de misa y su hijo había concluido su ineludible nado diario, decidieron hablar con él.
—Antoine, ¿puedes acercarte que tu madre y yo necesitamos hablarte? —dijo el padre.
—Sí, papá.
—Mira, hijo, tenemos muchas dudas acerca de tu proyecto —dijo con severidad.
—Sinceramente, no entiendo cuáles pueden ser sus razones —dijo Antoine levantando la voz—. Tengo todo organizado y bajo control y no veo obstáculos para ponerse pesimista ahora
Sus padres se miraron, desolados, e hicieron silencio por un largo rato. Luego el padre habló.
—Antoine, ¿y que hay con tus impedimentos físicos? —atronó el cuarto con su vozarrón imponente—. No puedes seguir engañándote ¡y nosotros no continuaremos con esta farsa!
—Yo me considero un chico como cualquiera y no voy a abandonar porque otros crean que no puedo hacerlo.
—Antoine, hijo mío, ¡no tienes brazos, maldito sea! —Sus ojos estaban llenos de lágrimas y su madre se había apartado a llorar desconsoladamente a un rincón junto a la ventana.
—¿Y crees que no lo sé? Hace diecisiete años que lo sé, pero este pequeño detalle no se interpondrá en el camino hacia mi sueño. Gracias a esta hermosa ilusión es que estoy aún con vida, ¡me suicidaría si alguien me impidiera concretarlo! —dijo esto último con tanta e inequívoca vehemencia que sus padres abandonaron el living dejando a Antoine rojo por el disgusto.
Y el lejano treinta y uno de diciembre llegó, con todo en contra. Hacía mucho frío y viento. El agua estaba a 10 °C y la marea no favorecía la partida fijada para las veintidós horas. Antoine tenía toda la logística a punto: la embarcación de unos amigos que le darían apoyo, alimentos y todo lo necesario, además de un veedor de la CSA quien cronometraría la travesía y verificaría que se cumpliesen todas las reglas.
A la hora señalada, en punto, Antoine entró al agua y comenzó a nadar con esa forma tan particular de hacerlo; lo hacía con la gallardía de un reptil acuático, ondulando su cuerpo de izquierda a derecha y viceversa. Los padres del joven quedaron en la playa consternados, fuertemente abrazados, pidiéndole al Señor que no se llevara a esa preciosa gema tan importante para ellos. Muy pocos, nadie en realidad, tenía fe en la fuerzas del chico de Calais para llegar a Dover. La pequeña concurrencia que se había acercado a presenciar el inicio de la hazaña se dispersó.
De regreso en su casa, los padres de Antoine habían decidido hacer vigilia hasta saber algo, bueno o malo, de su querido hijo. Cuando la noche se estaba aclarando dando paso al alba con un nuevo sol de un nuevo año, golpearon la puerta.
—Don Feraud ¿puedo pasar un momento?
—Sí, por supuesto, adelante pase —dijo con voz temblorosa el padre.
—Antoine está internado en el hospital Central con un diagnóstico de hipotermia severa ¿podrían acompañarme?
Nadie dijo una palabra más y los tres se dirigieron caminando al hospital. Llegaron sin poder controlar el llanto desesperado. En la habitación se encontraron con el cuadro que habían imaginado en tantas noches de insomnio. El cuerpo de Antoine yacía cubierto con una sábana de pies a cabeza. Había fallecido poco antes de que llegaran sus padres.
Nadie podría decir que el sueño de Antoine no se cumplió. Fue el motivo central de su existencia y lo ayudó a superar su discapacidad.
En su lápida tallaron, «Aquí yace Antoine Feraud, quien cumplió con todos los sueños posibles e imposibles de su vida».


 EL CAPITÁN Y LA NIÑA ELOÍSA

T
antos años bailaron El Capitán y la Niña Eloísa, que alcanzaron la perfección. Cada uno podía intuir el siguiente movimiento del otro, el instante exacto de la próxima vuelta. No habían perdido el paso ni una sola vez en cuarenta años. Por eso resultaba tan difícil imaginar que nunca habían cruzado ni una sola palabra.
     Sin embargo, a nadie parecía preocuparle este último curioso detalle. Su baile era tan excelso e hipnótico que era lo único que importaba a la audiencia y a escasos conocidos. La pareja no tenía amigos ni frecuentaba el ambiente artístico. Después de cada función ambos se retiraban furtivamente sin decir palabra. El secreto y la ocultación era su forma de vida. De todas maneras, las particularidades y extravagancias se repetían con mucha frecuencia en el ambiente artístico, donde todos respetaban la aparente excentricidad de la célebre pareja.
La reserva y sobriedad dominaban sus expresiones públicas y casi no había fotos de la dupla sonriendo y saludando a sus admiradores. A pesar de lo expuesto, no eran agrios y sus rostros reflejaban una tranquilidad extrema propia de una gran paz interior. No tenían hijos ni parientes a la vista. Aquellos devotos que los conocían bien, esos fanáticos que los seguían a muerte en todas las funciones, aseguraban adivinar gestos sutiles de cariño entre la pareja. Las giras eran siempre domésticas, nunca habían salido de España ni lo harían.
Alejados de las miradas curiosas de sus admiradores, la pareja vivía en una sobria mansión rodeada de un muro en una hermosa vecindad de los suburbios de Madrid. Se suponía que compartían el lecho, solo se suponía, y el tema agregaba otra nota enigmática a la vida de ambos. El paredón sumaba otra barrera a su impenetrable mundo. En esos tiempos no abundaban los fisgones ni paparazis y se sentían con una absoluta privacidad. Nuestros bailarines, que ya habían superado holgadamente los cincuenta años de edad, se encontraban en buen estado físico y el público no pensaba en un pronto retiro de sus ídolos.
Con el pasar de los años El Capitán y la Niña Eloísa se convirtieron en un mito imbatible de la danza flamenca con una corte de seguidores que superaba cómodamente algunos cientos de miles. Sabido es que el fanatismo suele crear desvaríos, cada tanto emergía entonces algún rumor o versión supuestamente bien informada sobre la intimidad de la pareja y sus secretos. La verdad siempre se imponía al final y dejaba al descubierto la farsa y las maliciosas intenciones de la noticia inventada.
Va de suyo que la hipótesis más creíble y recurrente era de que los “bailaores” eran sordomudos, pero esta explicación era prontamente descartada al confrontarla con los hechos: era totalmente imposible que una pareja sin oído pudiese bailar y conseguir la perfección que habían logrado alcanzar. Nadie ya dudaba de que esta incapacidad, que circuló con fuerza durante algunos años, fuera totalmente descabellada. ¿Y algún pacto de silencio cumplido a rajatabla por más de cuarenta años? También esta posibilidad tuvo sus méritos en algunos ámbitos más dados al esoterismo, pero con el tiempo la idea se desvaneció como arena entre los dedos. El tiempo inexorable siguió moviendo las páginas del almanaque y un frío y nefasto día de enero la pareja cometió el primer error de su vida sobre el tablado. La noticia cundió como reguero de pólvora en toda España y la vergüenza profesional envolvió a los ídolos infalibles. A partir de ese día, abrupta e inexplicablemente, no hubo más funciones ni apariciones en público. Se recluyeron en su mansión durante semanas, en un silencio absoluto. Luego, en otro aciago día para los seguidores del dúo recibieron de los periódicos la triste noticia del retiro de las tablas de la pareja. Se supuso luego que el error y la edad habían sido las probables causas del abandono de los escenarios. La feligresía compró la noticia, muy plausible por cierto. La pareja desapareció de los escenarios después del incidente y de la atención popular y jamás se volvió a hablar del tema. Cinco años más tarde, despertó la ciudad con una triste e indigerible noticia, el fallecimiento del El Capitán. En sus modestas exequias se pudo ver a la Niña Eloísa bastante envejecida y muy esquiva a los periodistas y seguidores. Antes de que concluyera la ceremonia ésta partió raudamente a recluirse mansamente en su residencia.
Otros cinco años pasaron sin noticias de la Niña. En los tablados clásicos de España eran considerados como dioses mitológicos por los expertos del flamenco, únicos e inigualables. El gran público parecía haberlos olvidado. No obstante, un melancólico domingo de febrero el matutino más prestigioso de Madrid amaneció con una noticia conmocionante, la Niña había abierto su corazón a la prensa y contaba, por fin, los secretos históricos de la mítica pareja de artistas. Por medio de un intérprete de lenguaje sordomudo la Niña contó su misteriosa historia.
Durante la horrenda y cruel guerra civil española, la pequeña Niña vivía con sus padres en un ignoto poblado de Extremadura, donde los republicanos se habían hecho fuertes y presentaban un duro rechazo al avance de los nacionalistas. Finalmente, la resistencia cedió, superados en número y en pertrechos por los falangistas y el pueblo se rindió. Las represalias no se hicieron esperar y se fusilaron a la mayoría de los adultos y ancianos de la comarca. Con los más pequeños se perpetró una de las tantas atrocidades que ocurrieron en la guerra civil y que desgarró a la sociedad española. Algunos niños fueron ahorcados mientras que a los de menor edad se les cortó la lengua para que fuesen testigos silenciosos de lo que podría llegar a pasarles a los que se oponían al nuevo sistema de gobierno. El nazismo aliado ya comenzaba a mostrar su influencia y su despiadada impronta.
Luego del final de la guerra, la infanta Niña deambuló de hogar y región y de región y hogar, hasta dar con una casa de niños huérfanos de Andalucía donde también estaba internado otro niño mutilado como ella, el Capitán. Simpatizaron de inmediato y se hicieron inseparables. Se hace innecesario, a partir de este punto, mencionar el resto de la saga para adivinar el gran misterio de amor y pasión por la danza que unió a los bailarines más famosos de la península ibérica. El silencioso dúo alegró la vida durante casi medio siglo de miles de sus acólitos en la orgullosa tierra de la Hispania romana.


lunes, 21 de agosto de 2023

 MI GRAN VERANO BOREAL   

v
oy a emprender el viaje más importante de mi vida. Todo está preparado. Los mínimos y máximos detalles han sido contemplados y estudiados en profundidad. Nada ha quedado librado al azar. El trayecto es largo pero me tengo una fe irracional. Estoy con buen ánimo y peso, en excelentes condiciones físicas.
Llegué hasta aquí, las tierras bajas de Alaska, en un vuelo directo de China y hace un mes que me pertrecho y preparo para la aventura. No llevo equipo extra ni peso innecesario. Volaré con mi equipo propio, en vuelo directo desde Alaska hasta Nueva Zelanda. Sin escalas. Ni una sola y mínima parada. El aire puro, duro, liviano e invisible será mi único soporte. Sin paradas, en un tiempo fortuito y de alguna manera también impredecible. Un gran desafío para un ser de vida gris sin sorpresas ni grandes hazañas para contar.
El verano que pisamos ha perdido calor y hay que partir pronto. Me pregunto qué fuerza impensada me motiva para realizar este viaje. Simplemente no lo sé. Es como un impulso ancestral que se inicia en el ADN de cada una de mis células y termina en el centro de cálculos que habita mi cráneo. Trato de encontrar una explicación razonable para tremenda aventura, pero no lo logro. O tal vez si la haya, en las profundidades de las necesidades fisiológicas de cada organismo que vive conmigo bajo ese techo protector que llamamos atmósfera. Todos, sí, creo que todos compartimos mandatos intangibles y subliminales: los instintos. Allí tenemos la oculta explicación de mi ignoto viaje, el instinto. No recuerdo que en mi familia mi progenitores hablaran de esto, pero bien sabemos que los hijos no hacen lo que los padres les dicen sino más bien los que sus progenitores hacen calladamente. No hubo de parte de ellos aprobación o rechazo a este viaje lo que yo aproveché para traducir a mi antojo como una serena e inevitable aprobación.
En los infinitos firmamentos oceánicos, el sol guiará mi rumbo, indicará fielmente el camino hacia el sur. Durante la noche, las estrellas serán mi brújula infalible. Y en esos aterrorizantes días de tormentas tropicales, donde todo se nubla, se oscurece y una pared de agua oculta el siguiente paso, pues bien, en esa pesada incertidumbre mis puros y básicos instintos, comandarán el timón de mi vuelo. No tengo miedos. Es insensato no tenerlo, cualquier ser terrenal debería tenerlo pero ¿qué sabemos nosotros acerca de todas las especies animales y vegetales que habitan este planeta azul? ¿Tendrá miedo acaso un coco que flota en el océano de no encontrar tierra y morir solo, flotando en agua salada a miles de kilómetros de su tierra natal? ¿Y qué sentirá ese mismo coco, semilla marina de palmeras amantes de playas, al arribar a una isla desierta, sin playa ni palmeras? ¿Es posible que sienta miedo una bacteria, un escarabajo o una sequoia gigante con más de cien metros entre la copa y sus raíces? ¿Será miedo la emoción que predomina en una gacela atacada por una jauría de perros hiena africanos que la despedazarán con vida para comerse sus vísceras y todo lo demás luego? No, no tengo miedo. Tampoco certezas, solo una misión que cumplir. Mi genes son mis ojos, mi ADN mi destino.
¿Y qué más puedo decir del trayecto de más de 11.000 kilómetros en ocho o nueve días volando a una velocidad media de 56 km/h? Noche y día, día y noche, sin descanso. Sin comer ni dormir ni beber. No hay posibles paradas en ese desierto de agua salada y si la hubiese sería una mínima porción de tierra que no agregaría ninguna ventaja al vuelo continuo. Es extraño pero nadie ha tratado de disuadirme de acometer esta empresa titánica, todo lo contrario, solo oigo voces y gritos que me alientan, me apoyan ¡son todo geniales!, mis padres, mis hermanos, mis amigos, todos sincronizados con la naturaleza sólo esperando el día inicial. Tampoco éste tiene fecha fija. Un día, pronto, un día como cualquiera sonará una señal dentro de mi cabeza y sabré que el proyecto habrá comenzado. No me preocupa ni el cuándo ni el cómo. Llegado el momento justo, ni antes ni después, lo sabré.
Por ahora, mi única preocupación es ganar peso. Acumular grasa, como un camello en su giba, la cual luego servirá como combustible único y total. Será mi comida, mi bebida y mi combustible. ¿Extraño no? A ningún humano se le hubiese ocurrido que esto fuera posible. Se opone a las leyes de la física, química y de la naturaleza toda. ¿Cómo es posible que un ser viviente pueda permanecer más de una semana sin comer ni beber y al mismo tiempo moverse a más de 50 km/h?
Estas elucubraciones no deberían distraerme de mi obligación primaria y sustancial de estos días ¡comer, comer y comer! No habrá balanza que me diga si estoy en forma, que el umbral de peso ha sido sobrepasado, también eso lo sabré de una manera subliminal. Mi entrenamiento es tan completo y eficaz que me ha dotado de todas las técnicas y estrategias justas para el viaje. Tan justas, que si algún obstáculo meteorológico me impide llegar en el tiempo calculado, moriré sin llegar a destino.
Solo tengo palabras de agradecimiento para el genial ingeniero que diseñó mi traje de vuelo, este que llevo puesto a toda hora. Con un peso mínimo está capacitado para protegerme del frío, del calor, del viento, de la lluvia y del sol abrasador. Deberé afrontar alguno o todos estos elementos durante la travesía y mi traje habrá de ser infalible. Y lo es, sin dudas. Está construido con uno de los materiales más abundantes del planeta. No es aluminio ni titanio ni alguna extraña aleación especial. Es muy superior a todos ellos y es la quitina, el polímero que forma parte esencial de la caparazón de los crustáceos, los insectos y de las plumas de las aves. Es más liviano que el titanio y quizás más fuerte y además, con la forma apropiada, es un gran aislante, el mejor. Bien, ese es mi traje “de astronauta” al que cuido con esmero dedicándole varias horas al día a su cuidado y mantenimiento. Cuando esté en vuelo no podré hacerlo y sus perfectas cualidades intrínsecas lo mantendrán en buena forma.
Siento que mi tiempo en tierra se agota y toda mi fisiología se va sincronizando al viaje. Veo a mis padres, más pendientes y atentos que nunca a la nueva y audaz travesura de su hijo.
Todavía no tengo nombre, pero al concluir la aventura la ciencia de los humanos me nombrará E7 y sabrán todo acerca de mi vuelo mediante un diminuto GPS que me han insertado dentro de mi cuerpo. Soy un ave pequeña, no muy vistosa, una aguja de cola bataráz, (Limosa laponica Baueri). De plumaje grisáceo y alrededor de 300 gramos de peso; cuando llegue a Nueva Zelanda pesaré unos 150 gramos, la mitad de mi peso inicial. La otra mitad la habrán consumido más de ¡cincuenta millones de aleteos durante ocho o nueve días a través de 11,700 km, sin ninguna detención! Soy la única y auténtica “rara avis” del mundo animal, el animal migrante más extraordinario que se conoce. Pero no debo asignarme todo el crédito ya que mi papá, mi mamá y todos mis hermanos, miles de ellos, me habrán acompañado en la travesía. Y cuando termine el invierno aquí en Nueva Zelanda, viajaremos sin escala 10.200 kilómetros a China. Y hacia el final de la primavera haremos 7400 kilómetros de un tirón hasta Alaska donde pasaremos casi todo el verano poniendo huevos y criando pichones. Hacia fines de agosto (fin del verano boreal) estos mismos pichones estarán listos para el gran vuelo sin haber casi tenido tiempo de probar sus habilidades en vuelos maratónicos.
¿Cómo lo hacemos? Muy fácil, sin pensar un solo movimiento, sin cálculos previos ni largas jornadas de práctica. Nos entregamos con fanática pasión a las leyes de la naturaleza. ¿Hay algo más sabio en este planeta?



 EL PADRE RUPERTO

Dormí entrecortado esa noche. Me esperaba un maravilloso día y la ansiedad producía su efecto. Una rápida pero cuidadosa ducha seguida por un café negro creyeron ser mi frugal desayuno, y a la ruta. Era mi montura un viejo Ford 48 rojo que me llevaba a todas partes sin quejas ni demandas. Disfruté como pocas veces ese camino sinuoso que conocía bastante bien y que se internaba en las primeras estribaciones de los Pirineos en Huesca. Región viñatera por excelencia, me retrotraía a mi infancia entre uvas y viñedos plenos de sol y promesas. Continué disfrutando del paisaje ondulado ahora adornado con surcos e hileras simétricas de añosas vides con grandes historias para contar.
En el convento jesuítico de Somontano me esperaba el Padre Ruperto. Este regordete y bonachón sacerdote era tan reconocido por su idoneidad enológica como por su desapego a los atrios y a la liturgia católica. Sin embargo, allí, tanto en el campo como en la bodega, él era un monarca. Conocía como nadie el tenor de azúcar de los granos con solo acariciar los racimos, disfrutar su turgidez y serosidad y llevarse a la boca el jugo pleno de taninos y precursores del ansiado maná esperado durante todo un año. Muchos días de escardillado, podas, ataduras, pulverizaciones y otros amorosos cuidados permanentes. El cura amaba esta ancestral letanía que lo llevaba a producir los mejores vinos de la región. Me esperaba con sus pocos cuidados hábitos, los que mostraban que la pulcritud no era una de sus virtudes, pero con una amplia sonrisa en su cara redonda como su vientre prominente. Estacioné el viejo Ford bajo un coposo sauce y bajé a abrazar al padre. No habíamos terminado con las formalidades de una salutación de viejos amigos cuando ya me arrastraba al galope por las calles de interminables viñedos que se esparcían en todas direcciones. Su excitación era tal que su aliento no le alcanzaba para apurar el paso y contarme acerca de su secreto mejor guardado que quería contarme con orgullo de padre primerizo. Por fin, torcimos a la derecha en unos grandes rosales de rosas amarillas que marcaban la cabecera de fila y metros después se detuvo en seco como inmovilizado por un rayo paralizante. Yo estaba parado junto a él pero solo veía hojas verdes preciosamente acomodadas por la maestra natura y semi escondidos entre ellas a pocos racimos llenos de vida, cerúleos, perfectos. Miré al cura y este me devolvió una mirada pícara con algo de incredulidad. El silencio comenzaba a hablarme con sinceridad: estábamos los dos parados, expectantes, frente a un nuevo “retoño”, un nuevo hijo dilecto del padre Ruperto. Entonces, brotando como alimentos de una abundante cornucopia, la boca se le llenó de muchas más palabras de las que podía pronunciar y que mis oídos trataban de filtrar para extraerles contenido. Era esta la primer cosecha de una nueva variedad de uva tinta creada por las manos mágicas de este hacedor de vinos, productora potencial de aquellos elixires que solo los grandes catadores y sumilleres pueden catalogar como únicos, sobresalientes, excelsos y no sé cuántos más apelativos que llaman al asombro.
El padre, traspasando los prudentes límites del discernimiento, me aseguraba que este nuevo varietal se inscribiría en los más prestigiosos libros de enología y haría historia en las páginas de la vitivinicultura mundial. Tanto entusiasmo se me antojó un poco exagerado, pero mi admiración por el fraile borró en un instante mis prevenciones. Sin embargo, mi diablillo interior me remarcó el hecho de que aún las uvas no habían sido cosechadas ni vinificadas y por lo tanto todo estaba por verse. Oculté con disimulo la incipiente aprensión que trataba de instalarse en mi semblante mientras el cura hablaba ahora con las plantas explicándoles el misterio de la fermentación y en lo que se convertirían sus racimos luego de que ésta terminara con las cuidadosas indicaciones de Baco. El sol comenzaba a amarillear el color de las cosas. Terminamos de recorrer las preciadas hileras, escasas por cierto, y regresamos a la bodega donde el Padre me agasajó con un rutilante Moristel de la finca acompañado por un queso camembert de perfecta maduración y sutiles dejos amoniacales más un irremplazable pan de campo.
Nos despedimos con un fuerte abrazo de hermanos, subí al viejo Ford y comenzamos junto con el sol el descenso al valle. Mientras recorría plácidamente las repetidas sinuosidades del camino, reflexionaba sobre mi visita al convento. Súbitamente una sombra amenazadora atravesó mis pensamientos: ¡el maldito granizo! y sus efectos letales me llevaron de regreso al convento imaginando sus consecuencias. Eso, sí eso, era lo que subrepticiamente se había ido introduciendo en mi mente y me llevaba a ser un tanto escéptico con la exagerada y prematura euforia del Padre. Si bien el meteoro no era muy frecuente en Somontano, en uno de cada siete años descargaba sus piedras destructivas sobre la región y las pérdidas en las cosechas solían ser totales. Continué descendiendo hacia el valle con otro humor, más sombrío. Nada había que yo pudiese hacer más que preocuparme de antemano por la posible catástrofe. Esta agonía se prolongaría durante las próximas dos o cuatro semanas, el tiempo que faltaba para el inicio de la vendimia. “Alea jacta est”, pensé en las sentenciosas palabras de Cesar pronunciadas después de cruzar el rio Rubicon. Efectivamente, los dados habían rodado y “la suerte estaba echada”.
De regreso a casa e inmerso en la rutina laboral cotidiana, las uvas del Padre Ruperto pasaron a planos inferiores. Dos semanas después, un domingo muy luminoso y de temperatura agradable, recogí el diario de la entrada y me dispuse a premiarme con el único buen desayuno de la semana. Tres gruesos panqueques impregnados de mantequilla y chorreados con “maple syrup”, el dulce y único jarabe de arce, el original. El aromático y humeante café recién preparado era el acompañante perfecto para la ocasión. Me senté a la mesa frente al manjar al mismo tiempo que desplegaba el periódico local, la encantadora rutina de todos los domingos. Pero en un santiamén el olor de la estancia cambió, los colores se opacaron y el canto matinal de los pájaros calló. Allí, ante mí, en la mismísima portada del matutino, se anunciaba la desgracia más grande de la historia: un granizo de grandes dimensiones había golpeado fuertemente la tierra de Huesca. ¡Las pérdidas se consideraban totales! No pude seguir leyendo, abandoné los insípidos panqueques y me senté en el húmedo y frio sofá a rumiar mi desolación pensando en el dolor del Padre. Salí a caminar para despejarme. De regreso me crucé con Antonio, un viejo amigo del barrio.
   ─¿Te has enterado lo del granizo ─dijo compungido.
   ─Sí, claro, acabo de leerlo en el periódico. Es un desastre total para esas pobres gentes que trabajan todo el año esperando el momento y ¿con que les responde el Señor? ¡Con una lluvia de piedras asesinas! Eso no es justo.
   ─No, amigo, no, me refería a eso que ahora sabemos todos, hablaba del milagro, ¿tú crees en milagros?
Estaba desconcertado por el abrupto giro de la conversación. De un flagrante desastre nos habíamos deslizado al terreno de los milagros.
   ─¿De qué milagros me hablas, Antonio? ─dije un poco molesto.
   ─Hombre, parece que tú vives en las nubes de Úbeda ─me descargó Antonio con cierta sorpresa ante algo que supuestamente yo no podría desconocer. Yo soy un agnóstico y los milagros no son mi especialidad, por lo cual comenzaba a pensar en otro cuento de hadas de Antonio. Igualmente y para conformarlo le dije.
   ─Muy bien, Antonio, muy bien, ¿y cuál es el milagrillo ese que te tiene tan conmocionado?
   ─Verás ─dijo Antonio con el ánimo vivo─. A pesar de que el granizo fue total en la comarca, hubo una finca, una sola finca, de un convento de no sé qué orden que salió completamente indemne, creo que es el convento de Somontano, ¿no crees que esto es un milagro de Dios?
Cubierto por un sagrado manto de silencio y una ruda mano intangible que me apretaba la garganta, puse una afectuosa palmada en el hombro de Antonio y regresé a casa a terminar con esos tres panqueques impregnados de mantequilla, los más sabrosos del planeta Tierra. El casi imperceptible condimento de algunas lágrimas de ternura los haría mucho más sabrosos aún.  

 ARGENTINAS Y ARGENTINOS

El atardecer era insoportablemente idílico en el basural Ratatouille donde el ave regional era la mosca. El resto del día era igual, rezumante de malos humores y era imposible no hallar semejanzas asimétricas con la biosfera del Taj Mahal. La basura se disponía aleatoriamente en primorosos montículos malolientes y las ratas circulaban graciosamente de norte a sur. A veces del naciente al poniente, pero era indudable que agregaban su cuota de existencia al ecosistema disruptivo. El piadoso crepúsculo cambiaba el color de las cosas empeorando aún más el deteriorado medio ambiente.
Los camiones que traían y volcaban los desechos urbanos, transitaban entre valles y cerros articulando una red de caminos internos laberínticos y transitorios. El relleno sanitario tenía vida propia, mucha vida, inferior y superior, que mutaba al compás del crecimiento de los muchos estratos que iban componiendo el albañal. El humo era otro animal autóctono del lugar. Los fuegos espontáneos creados por el calor de las fermentaciones, nacían y morían en horas, pero la fumada permanecía haciendo más surrealista el bruto paisaje antropomórfico.
En las riberas del relleno, un barrio privado se levantaba enmarañado. Privado de agua, electricidad, cloacas y otras ostentaciones citadinas, sus habitantes eran la barrera sanitaria entre la mísera y el desamparo. Para ellos la mañana no existía, esta era mecánicamente ocupada por los camiones que traían la mercadería. Al atardecer, en cambio, despertaban los demonios y tribus de recicladores y recolectores que sitiaban el basural, se desplegaban orgullosos para ejercer sus oficios carroñeros que como buitres desalmados rescataban todo lo que tuviese algún valor, plástico, metales, alguna joya extraviada y todo aquello que pudiera comerse. Día tras día, la feroz rutina iba y venía como una letanía de muerte olvidada por la sociedad, ajena al drama que se vivía en este muladar periurbano.
La acongojada y esforzada Argentinas veía otra cosa. Había nacido allí y el pútrido pandemonio era su lugar en el mundo. Las malolientes fragancias la retrotraían a los días de su infancia, cuando su patio de juego cambiaba de lugar tamaño y aroma cada día. Argentinas adolecía de toda abundancia y abundaba en toda carencia. En su temprana adolescencia sus glándulas endocrinas se pusieron en marcha y sus hormonas sexuales la inundaron hasta la semi asfixia. El calentamiento global ruborizó sus mejillas y el efecto invernadero hizo prosperar sus redondeces. De repente, los invisibles varones que la rodeaban tomaron carnadura y comenzó la cacería de un posible candidato. El más potable y buen mozo era su homónimo, Argentinos. Tenía la boca llena de dientes y la cabeza vacía de ideas pero era trabajador como su nombre echaba por tierra compostada. Su padre, desconocido pero talentoso, le había adjudicado al niño el nombre de marras por el club de sus amores, Argentino Juniors. La “s” de Juniors fue traspuesta con total elegancia y así quedó el nombre de Argentinos, en plural, cosa que lo nacionalizaba aún más, si es que se puede hallar algún mérito en el exabrupto. El bullir de las hormonas de Argentinas en su torrente sanguíneo le otorgaba un rubor invisible que ya había sentido muchas veces antes, pero pensó que era erisipela. Ahora, estaba segura, no era erisipela, era el despertar tardío de una hembra postergada por el ecosistema disruptivo. Esta hermosa fémina debía su nombre a su progenitor, ebrio por parte de padre y reproductor probado por todas partes. Torrontés, tal su etílico nombre, había elegido ese precioso nombre para su probable hija porque era el único que podría recordar entre sus borracheras y sus otros dieciséis hijos. Argentinas era la última nacida, la primogénita, porque se rumoreaba que era hija de Copulatio, un primo de Turri como apelaban sus acreedores a Torrontés. Un primo lejano que se había alejado del basural tentado por una beca en el MIT de Massachusetts. Otras amenazas más terrenales lo hicieron cambiar de basural lo que le ahorró a Copu el estricto examen de admisión al prestigioso Instituto y el papelonazo de aceptar que era un apasionado analfabeto.
La llegada de la primavera hormonal, cambió los colores de la vida de Argentinas quien comenzó a considerar potable a un montón de encantadores candidatos, hasta ayer totalmente idóneos para la cadena perpetua y hoy postulantes cándidos a príncipes azules. Modestamente, Argentinos parecía reunir todos los encantos Su cabello libre y enmarañado compartía su hedor con una opulenta nariz, rasgo evolutivo extremadamente deseable en el basural. Su verba ininteligible y casi inexistente, no aportaba nada a su currículo, pero este era un rasgo totalmente banal en este rudo hábitat. Sin embargo y a pesar de sí mismo, insinuaba palabras en lenguaje inclusivo, lo que subyugaba a “Argentines”, quien se disolvía al escuchar su nombre pronunciado en la jerigonza progresista. Su postura varonil y tanguera, la de Argentinos, lo ubicaba cómodo, en la “pole position” del corazón taquicárdico de la bella Argentinas. Un nauseabundo atardecer, una topadora de basura color rosa Dior, los arrinconó azarosamente y quedaron juntos cara a cara, horrorizados por la dantesca visión ¡Argentinas se enfrentaba, al fin, a su nuevo galán, Argentinos! ¡Eran tal para cual, dos brutos homónimos de genuina prosapia basurera!
Ya no se separaron más. Correteaban juguetones entre valles y montañas y planeaban un futuro de amoroso tormento rodeados de docenas de hijos carenciados. Los padres de Argentinas, Torrontés y Desechanza, ni idea tenían de los planes de su hija ocupados en mal nutrir y abandonar sus diecisiete hijos. Tampoco sabían que la historia entre Montescos y Capuletos estaba en mugrientos ciernes. Argentinos pertenecía a otra tribu, los Estercoleros, enemistados a muerte con los Sumideros, la tribu de su amada. Los amantes de Verona (el antiguo nombre de Ratatouille) ignoraban el asqueroso destino que deberían enfrentar.
Una noche de luna blanca, llena y hermosísima, Argentinas y Argentinos fueron a pasear sus amores a la laguna azul, un charco maloliente formado entre cerros apestosos. Se miraron a los ojos estrábicos y rubricaron un taciturno pacto de amor. La luna proyectó la sombra de sus rutilantes siluetas sobre la superficie del lago y este espejo moribundo (el único que devolvía algo en el relleno), hizo lo poco que sabía hacer ¡devolvió la silueta de dos redondeados lomos, dos agudos hocicos y varios afilados bigotes de dos glamorosas, refinadas y robustas ratas de albañal! 
El basural Ratatouille iba ser testigo de una cochambrosa recreación animal de la triste historia de Romeo y Julieta.