ODISEO
como Parábola de VIAJE
Contribución anónima
Héroe griego, Ulises –latinización de su nombre griego
Odiseo–, es una figura de la mitología griega cuya encarnación más conocida es
la que hizo de él el poeta ciego Homero para protagonizar la Ilíada y también
la Odisea.
Hijo de Laertes y Anticlea, aunque según otras versiones
se considera a Sísifo como su verdadero padre, nacido en Ítaca y discípulo en
sabiduría y armas del centauro Quirón.
Al finalizar la guerra de Troya, Odiseo decide volver a
casa con el botín conseguido tras diez años de batallas. Por desgracia, deja
ciego al cíclope Polifemo y atrae la ira de Poseidón quien hace que su viaje
sea más tortuoso, durante los siguientes diez años. Odiseo pasa por innumerables
peligros y pierde a todos sus compañeros antes de llegar a Ítaca, donde un gran
número de pretendientes espera casarse con Penélope al creerle muerto. Ulises
los mata a todos y retoma el trono.
La parábola se ha convertido ya en un lugar común que merece ser analizado. Es habitual que mencionemos la palabra odisea por el simple hecho de estar en un recorrido complicado, atribuible según el mito a la maldición de Poseidón, cuando en realidad Odiseo, lo que hacía era volver a casa, con el peso adicional de otros diez años de batallas.
Lo cierto es que cuando emprendemos un largo viaje, tan
largo como el de Odiseo, de regreso a nuestro lugar este no será igual ni
nosotros seremos los mismos. Nosotros hemos cambiado y el entorno que teníamos
dominado con nuestros sentidos también cambió. Los lugares sufren
transformaciones, los olores no son los mismos, la actitud a nuestro regreso ya
no es la misma que cuando nos fuimos. La cultura sufre alteraciones, depende
del viaje que esta sea ampliada o empobrecida; los proyectos y los sueños
también cambian.
Jorge Úbeda, en su libro “La vida como viaje, examen
de una metáfora”, observa tres maneras de entender el viaje: El lado sombrío
del viaje contemporáneo, el viaje imposible y el viaje a las estrellas.
Afectado por los ciclos del capital, como cualquier práctica que realizamos hoy
en día, es evidente que la noción del viaje se ha transformado drásticamente.
No es el mismo viaje entre quién compra un boleto de avión para terminar
subiendo una foto en Instagram posando frente a las pirámides de Egipto, que
quien sale de Venezuela o Cuba para salvar su vida y su dignidad. También es
cierto que tampoco utilizamos el término viajar, cuando nos desplazamos
cotidianamente. No solemos considerar como un viaje el trayecto que hacemos en
un taxi o en el metro. Pareciera que el “viaje” se ha convertido en una
actividad reducida a las clases con el poder adquisitivo para realizarlo.
Me gusta pensar que también existen otros viajes posibles
para refrescar la vigencia de la parábola. Si obedecemos a la corriente
científica y escuchamos las exigencias que nos hace la tierra para no
desaparecer, creo que se vuelve muy interesante mirar hacia las profundidades
del mar. Hay aún muchos escenarios por descubrir y esclarecer sin escapar de la
atmósfera terrestre.
El viaje, para entender los ciclos y necesidades que
demanda nuestro planeta para no colapsar, implica un cambio drástico en las
costumbres que tenemos –incluido el lenguaje mismo– y esto se convertirá sin
duda en el viaje trascendental de la vida sobre el planeta.
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