La Muerte del Padre Ortega
Estábamos
sentadas en medio del salón vacío cuando Teresa habló. Como todos los miércoles,
nos reuníamos las tres hermanas a tomar el té y charlar de bueyes perdidos. Era
una costumbre de años y la cumplíamos a rajatabla a pesar de que en
oportunidades no había mucho para decir ni ganas de escuchar. Era nuestro
momento familiar y sea como fuese lo respetábamos. No se admitían otros familiares
para no alterar el clima de intimidad que habíamos decidido mantener desde el
inicio de estas reuniones consuetudinarias. Teresa, la mayor, había estado un
tanto inquieta desde el encuentro y mi mayor proximidad afectiva que Alda, la
del medio, me permitía predecir que algo quería decir esa tarde bochornosa de
julio. Las tres cuarentonas teníamos caracteres muy disímiles. Alda era
curiosa, bastante chusma y entrometida. Tere, la más retraída y yo creo que
algo así como el promedio. No me gustaba entrometerme en la vida de los demás
pero al mismo tiempo disfrutaba con el circular de las noticias banales del
pueblo. Me consolaba y perdonaba diciéndome a mí misma que de todos modos las
noticias corren ya por el valle ya por la montaña. Con un gesto adusto Tere
finalmente habló y fue al meollo de la cuestión. Bueno, siguiendo su costumbre
de mantener el misterio un poco más, no lo hizo fácil y dio varias vueltas
hasta que dijo con cierto aire preocupado, que quería hablar del fallecimiento
del padre Ortega, quien había subido a los cielos la semana anterior sin pena
ni gloria, debo destacar. El gris sacerdote había permanecido en el pueblo por más
de treinta años, pero su relación con los feligreses no era más que normal. Su
carácter huraño y taciturno no lo ayudaban a la hora de consolar viudas
compungidas ni de guiar ovejas descarriadas. Era por lo tanto algo curioso que
Teresa pusiese el centro de atención de la tarde en este personaje. Bien, bien,
falleció el cura pero fallece tanta gente, pareció decir Alda con un
impertinente silencio.
─¿Y qué me cuentan de la muerte del padre Ortega? ─descargó
finalmente Teresa.
─Creo que nos sorprendió a todos ─dijo Alda─. No
esperábamos un final tan trágico─ continuó intentando describir el final del
padre.
Yo no emití opinión pero me quedé reflexionando acerca de
esa muerte tan inesperada. El padre Ortega había muerto en condiciones aún no
esclarecidas, pero parecía que el diagnóstico del forense ─muerte por paro cardiorrespiratorio─
satisfacía a todo el mundo y no se iba a indagar mucho más. Corroborando este
fácil camino, la autopsia no había aportado datos relevantes y el único que
podría haberle abierto el ojo a un sabueso sagaz pasó completamente inadvertido
para los ineptos forenses pueblerinos: el contenido de potasio en sangre era un
tanto elevado. Súbitamente otra intervención de Teresa interrumpió mis
reflexiones.
─¡Qué muerte tan terrible tuvo el padre Ortega, sólo, en
ese cubículo y con la iglesia vacía! No me lo puedo sacar de la cabeza. Una y
otra vez me viene a la mente su imagen en el confesionario, con la sotana
arrugada y descansando de lado. Llegué a tomarle mucho afecto cuando llegó al
pueblo. Era tan apuesto y varonil.
─¡Epa, epa! ─terció Alda─ ¡No sabía que tenías esos
sentimientos para el cura! Yo también en su momento me hice alguna ilusión… pero,
claro, la sotana se interponía y en este pueblo de mierda todo se sabe.
─¡Aha, “picaronas”, y ahora, luego de tantos años las tres
venimos a enterarnos que todas tuvimos algún sentimiento con el curita!
El comentario socarrón salió de mi boca sin que me lo
propusiera. Quedaba en evidencia, pues, que todas habíamos tenido algo platónico,
o más terrenal tal vez con Ortega. ¿Quién lo hubiera dicho? También saltaba a
la vista la hipocresía pueblerina que hacía que las tres hermanas pudiesen
guardar estos secretillos en lo profundo de sus almas. Pueblo chico, infierno
grande.
El ambiente cálido de la estancia había subido varios
grados de temperatura y los ánimos comenzaban a turbarse. Ya nadie tenía la
calma inicial y se percibía un tufillo de intranquilidad en nuestras miradas.
Alda entro en acción
─Yo siempre sospeché que vos, “Tere”, tuviste algo que ver
con el padre. Frecuentabas mucho la iglesia y hablabas mucho de él en la mesa y
en nuestras conversaciones de adolescentes. ¿Te acordás? Y estas sospechas se
vieron aumentadas cuando quedaste embarazada de un NN que no quisiste, o no pudiste,
identificar. Claro, después del nacimiento de Pedrito, giró tu brújula y te
alejaste de la feligresía Orteguiana. ¿Qué pasó, hermanita, entonces? ¿El
curita te retiró el saludo o clausuró la apertura de sotana para siempre?
Curiosamente, Teresa hizo silencio absoluto y el recinto se
llenó de verdades. Verdades tardías, punzantes, dolorosas. Dicen los pueblos,
“Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. No me lo creo. Pienso
que en Cangas de Narcea las verdades son tristes, muy tristes, además de no
tener remedio. Teresa había tenido un niño con el padre Ortega y Pedrito era el
testigo irreprochable de ese pecado capital. Miré a Tere y se veía en su rostro
una calma desproporcionada para el campo de batalla en el que nos
encontrábamos. Creo que se había redimido luego de tantos años de esconder su perjurio.
El rostro de Alda dejaba entrever el volcán de sentimientos que le bullían en
el pecho y que no iba a quedarse callada por mucho tiempo más.
─¿Chicas, por qué no nos sinceramos de una vez por todas y
confesamos que las tres, en sus debidos momentos y circunstancias, estuvimos
enamoradas, o algo más, del padre Ortega? ¡Vamos, quitémonos los calzones y
hablemos a pecho abierto! Ya Tere admitió lo suyo, ¿creo que lo hizo, no?, entonces,
ahora voy con lo mío. ¡Era tan guapo en aquellos años de la juventud! Y
nosotras tan solitarias en este pueblucho sin candidatos potables. Sabia, o intuía
la relación de Tere con el padre y cuando esta se enfrió tuve mi oportunidad y
no la desperdicié. El padre tenía la sotana floja y tuvimos unos meses de
encuentros cercanos en la sacristania, que era
su lupanar. Después, algo pasó y los encuentros se alargaron hasta que la
relación llegó a su fin. Creo que era su estrategia de protección contra los demonios
que lo acosaban en todos los rincones del pueblo. Creo que la Iglesia cometió
un gran error al enviar a un sacerdote tan guapo y joven a un pueblucho con
tantas tentaciones. Fue como poner al zorro dentro del gallinero. En fin, el
romance terminó y luego vino Pepe, el casamiento, los niños y lo demás ya es
historia conocida.
“Vaya, vaya” me dije en silencio. Qué confesión de Alda y
todo de un solo tirón. Parece que las hermanas teníamos mucho escondido pero no
tanto como pensábamos. Ahora tiemblo. Seguro que Alda me va a pedir que
desenvuelva mi rollo y no sé bien por donde comenzar. Alda no se hizo esperar
─¿Y vos, hermanita, no tenés algo interesante para contar?
─Ejem…sí, sí, claro por supuesto que tengo. No quiero andar
con rodeos…¡Yo soy también culpable! Sí, tuve mis amoríos con el padre y que
terminó como el de ustedes, con una frialdad ártica y un gran resentimiento
rayano con la venganza. Yo creo que una de nosotras lo hizo. ¡Si, no tengo
dudas, una de nosotras mató al padre!
El bochorno y el silencio de la sala se intensificaron al
infinito. Se podía escuchar una mosca volando en Oviedo. Las tres hermanas
permanecieron en un atronador silencio al mismo tiempo que se lanzaban miradas
desconfiadas unas a otras. Era tarde ya y la reunión llegaba a su fin. Las
hermanas se retiraron una a una de la sala con las cabezas gachas y una rara
sensación en el cuerpo. No se saludaron y partieron en distintas direcciones.
De haberse presentado alguna duda respecto de la muerte del
cura, y se hubiera decidido indagar un poco más; cualquier astuto detective que
hubiese intervenido se habría encontrado con la mesa servida a poco de
investigar el fallecimiento dudoso. El padre de las tres hermanas era
bioquímico y dueño de una de las farmacias más grandes del pueblo. Era muy
afecto a las novelas policiales y siempre hablaba en las cenas familiares de
las truculentas historias de misterio y muerte que pasaban por sus manos una
tras otra. Las tres niñas estaban familiarizadas con el uso de la escopolamina
o burundanga como anestésico fulminante para la perpetuación de delitos de todo
tipo. También sabían que esa droga es la misma que la hioscina, la cual en
ínfimas cantidades se usa como fármaco para los espasmos intestinales, la
familiar y conocida Buscapina. Habían
escuchado también repetidas veces que una dosis alta de cloruro de potasio
inyectado en sangre era un veneno potente y rápido y a menos que los médicos a
cargo de la autopsia estuviesen muy atentos, el dato pasaba por lo general inadvertido.
La aritmética era muy simple y el cálculo
preciso. Hubiese sido muy simple para un penitente experto en estos temas, espolvorear
hioscina en el rostro del padre a través de la rejilla del confesionario y
luego pasar al cubículo contiguo e inyectarle potasio al cura desmayado. Claro, el detective nunca llegó, ya que el
caso no ameritaba una investigación tan profunda. La muerte “natural” del padre
Ortega aventaba toda posterior complicación para la iglesia, la policía y los
políticos del pueblo que no querían complicaciones innecesarias.
Era el crimen perfecto y las tres hermanas lo sabían bien. Una
de ellas en particular.
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