martes, 20 de octubre de 2020

LA MUERTE DEL PADRE ORTEGA (FICCIÓN)

      La Muerte del Padre Ortega

Estábamos sentadas en medio del salón vacío cuando Teresa habló. Como todos los miércoles, nos reuníamos las tres hermanas a tomar el té y charlar de bueyes perdidos. Era una costumbre de años y la cumplíamos a rajatabla a pesar de que en oportunidades no había mucho para decir ni ganas de escuchar. Era nuestro momento familiar y sea como fuese lo respetábamos. No se admitían otros familiares para no alterar el clima de intimidad que habíamos decidido mantener desde el inicio de estas reuniones consuetudinarias. Teresa, la mayor, había estado un tanto inquieta desde el encuentro y mi mayor proximidad afectiva que Alda, la del medio, me permitía predecir que algo quería decir esa tarde bochornosa de julio. Las tres cuarentonas teníamos caracteres muy disímiles. Alda era curiosa, bastante chusma y entrometida. Tere, la más retraída y yo creo que algo así como el promedio. No me gustaba entrometerme en la vida de los demás pero al mismo tiempo disfrutaba con el circular de las noticias banales del pueblo. Me consolaba y perdonaba diciéndome a mí misma que de todos modos las noticias corren ya por el valle ya por la montaña. Con un gesto adusto Tere finalmente habló y fue al meollo de la cuestión. Bueno, siguiendo su costumbre de mantener el misterio un poco más, no lo hizo fácil y dio varias vueltas hasta que dijo con cierto aire preocupado, que quería hablar del fallecimiento del padre Ortega, quien había subido a los cielos la semana anterior sin pena ni gloria, debo destacar. El gris sacerdote había permanecido en el pueblo por más de treinta años, pero su relación con los feligreses no era más que normal. Su carácter huraño y taciturno no lo ayudaban a la hora de consolar viudas compungidas ni de guiar ovejas descarriadas. Era por lo tanto algo curioso que Teresa pusiese el centro de atención de la tarde en este personaje. Bien, bien, falleció el cura pero fallece tanta gente, pareció decir Alda con un impertinente silencio.  

─¿Y qué me cuentan de la muerte del padre Ortega? ─descargó finalmente Teresa.

─Creo que nos sorprendió a todos ─dijo Alda─. No esperábamos un final tan trágico─ continuó intentando describir el final del padre.

Yo no emití opinión pero me quedé reflexionando acerca de esa muerte tan inesperada. El padre Ortega había muerto en condiciones aún no esclarecidas, pero parecía que el diagnóstico del forense ─muerte por paro cardiorrespiratorio─ satisfacía a todo el mundo y no se iba a indagar mucho más. Corroborando este fácil camino, la autopsia no había aportado datos relevantes y el único que podría haberle abierto el ojo a un sabueso sagaz pasó completamente inadvertido para los ineptos forenses pueblerinos: el contenido de potasio en sangre era un tanto elevado. Súbitamente otra intervención de Teresa interrumpió mis reflexiones.

─¡Qué muerte tan terrible tuvo el padre Ortega, sólo, en ese cubículo y con la iglesia vacía! No me lo puedo sacar de la cabeza. Una y otra vez me viene a la mente su imagen en el confesionario, con la sotana arrugada y descansando de lado. Llegué a tomarle mucho afecto cuando llegó al pueblo. Era tan apuesto y varonil.

─¡Epa, epa! ─terció Alda─ ¡No sabía que tenías esos sentimientos para el cura! Yo también en su momento me hice alguna ilusión… pero, claro, la sotana se interponía y en este pueblo de mierda todo se sabe.

─¡Aha, “picaronas”, y ahora, luego de tantos años las tres venimos a enterarnos que todas tuvimos algún sentimiento con el curita!

El comentario socarrón salió de mi boca sin que me lo propusiera. Quedaba en evidencia, pues, que todas habíamos tenido algo platónico, o más terrenal tal vez con Ortega. ¿Quién lo hubiera dicho? También saltaba a la vista la hipocresía pueblerina que hacía que las tres hermanas pudiesen guardar estos secretillos en lo profundo de sus almas. Pueblo chico, infierno grande.

El ambiente cálido de la estancia había subido varios grados de temperatura y los ánimos comenzaban a turbarse. Ya nadie tenía la calma inicial y se percibía un tufillo de intranquilidad en nuestras miradas. Alda entro en acción

─Yo siempre sospeché que vos, “Tere”, tuviste algo que ver con el padre. Frecuentabas mucho la iglesia y hablabas mucho de él en la mesa y en nuestras conversaciones de adolescentes. ¿Te acordás? Y estas sospechas se vieron aumentadas cuando quedaste embarazada de un NN que no quisiste, o no pudiste, identificar. Claro, después del nacimiento de Pedrito, giró tu brújula y te alejaste de la feligresía Orteguiana. ¿Qué pasó, hermanita, entonces? ¿El curita te retiró el saludo o clausuró la apertura de sotana para siempre?

Curiosamente, Teresa hizo silencio absoluto y el recinto se llenó de verdades. Verdades tardías, punzantes, dolorosas. Dicen los pueblos, “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. No me lo creo. Pienso que en Cangas de Narcea las verdades son tristes, muy tristes, además de no tener remedio. Teresa había tenido un niño con el padre Ortega y Pedrito era el testigo irreprochable de ese pecado capital. Miré a Tere y se veía en su rostro una calma desproporcionada para el campo de batalla en el que nos encontrábamos. Creo que se había redimido luego de tantos años de esconder su perjurio. El rostro de Alda dejaba entrever el volcán de sentimientos que le bullían en el pecho y que no iba a quedarse callada por mucho tiempo más.

─¿Chicas, por qué no nos sinceramos de una vez por todas y confesamos que las tres, en sus debidos momentos y circunstancias, estuvimos enamoradas, o algo más, del padre Ortega? ¡Vamos, quitémonos los calzones y hablemos a pecho abierto! Ya Tere admitió lo suyo, ¿creo que lo hizo, no?, entonces, ahora voy con lo mío. ¡Era tan guapo en aquellos años de la juventud! Y nosotras tan solitarias en este pueblucho sin candidatos potables. Sabia, o intuía la relación de Tere con el padre y cuando esta se enfrió tuve mi oportunidad y no la desperdicié. El padre tenía la sotana floja y tuvimos unos meses de encuentros cercanos en la sacristania, que era su lupanar. Después, algo pasó y los encuentros se alargaron hasta que la relación llegó a su fin. Creo que era su estrategia de protección contra los demonios que lo acosaban en todos los rincones del pueblo. Creo que la Iglesia cometió un gran error al enviar a un sacerdote tan guapo y joven a un pueblucho con tantas tentaciones. Fue como poner al zorro dentro del gallinero. En fin, el romance terminó y luego vino Pepe, el casamiento, los niños y lo demás ya es historia conocida.

“Vaya, vaya” me dije en silencio. Qué confesión de Alda y todo de un solo tirón. Parece que las hermanas teníamos mucho escondido pero no tanto como pensábamos. Ahora tiemblo. Seguro que Alda me va a pedir que desenvuelva mi rollo y no sé bien por donde comenzar. Alda no se hizo esperar

─¿Y vos, hermanita, no tenés algo interesante para contar?

─Ejem…sí, sí, claro por supuesto que tengo. No quiero andar con rodeos…¡Yo soy también culpable! Sí, tuve mis amoríos con el padre y que terminó como el de ustedes, con una frialdad ártica y un gran resentimiento rayano con la venganza. Yo creo que una de nosotras lo hizo. ¡Si, no tengo dudas, una de nosotras mató al padre!

El bochorno y el silencio de la sala se intensificaron al infinito. Se podía escuchar una mosca volando en Oviedo. Las tres hermanas permanecieron en un atronador silencio al mismo tiempo que se lanzaban miradas desconfiadas unas a otras. Era tarde ya y la reunión llegaba a su fin. Las hermanas se retiraron una a una de la sala con las cabezas gachas y una rara sensación en el cuerpo. No se saludaron y partieron en distintas direcciones.

De haberse presentado alguna duda respecto de la muerte del cura, y se hubiera decidido indagar un poco más; cualquier astuto detective que hubiese intervenido se habría encontrado con la mesa servida a poco de investigar el fallecimiento dudoso. El padre de las tres hermanas era bioquímico y dueño de una de las farmacias más grandes del pueblo. Era muy afecto a las novelas policiales y siempre hablaba en las cenas familiares de las truculentas historias de misterio y muerte que pasaban por sus manos una tras otra. Las tres niñas estaban familiarizadas con el uso de la escopolamina o burundanga como anestésico fulminante para la perpetuación de delitos de todo tipo. También sabían que esa droga es la misma que la hioscina, la cual en ínfimas cantidades se usa como fármaco para los espasmos intestinales, la familiar y conocida Buscapina. Habían escuchado también repetidas veces que una dosis alta de cloruro de potasio inyectado en sangre era un veneno potente y rápido y a menos que los médicos a cargo de la autopsia estuviesen muy atentos, el dato pasaba por lo general inadvertido.  La aritmética era muy simple y el cálculo preciso. Hubiese sido muy simple para un penitente experto en estos temas, espolvorear hioscina en el rostro del padre a través de la rejilla del confesionario y luego pasar al cubículo contiguo e inyectarle potasio al cura desmayado.  Claro, el detective nunca llegó, ya que el caso no ameritaba una investigación tan profunda. La muerte “natural” del padre Ortega aventaba toda posterior complicación para la iglesia, la policía y los políticos del pueblo que no querían complicaciones innecesarias.

Era el crimen perfecto y las tres hermanas lo sabían bien. Una de ellas en particular.  

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