miércoles, 16 de septiembre de 2020

LOS TRES BESOS (RELATO PROPIO)

 

LOS TRES BESOS 

El beso formal

T

ranscurría el final de julio de 1958, las primeras vacaciones de invierno finalizaban y yo, esa espantosa noche de domingo, debía presentarme de regreso al Liceo Militar General Espejo de la ciudad de Mendoza donde cursaba mi primer año del colegio secundario. Era un tierno cadete, podría decirse que recién ingresado, al cual las duras rutinas del desapego familiar semanal aún no se le habían impregnado. Era muy duro a esa edad, once años, dejar a la familia para integrarse a una semana de permanentes desafíos académicos y militares.

Ese abominable domingo lo pasé en la cama, tapado hasta la cabeza, tratando de encontrar razones para no tomar cianuro. Al anochecer llegó el momento de las despedidas. Mi padre, me iba a acompañar y toda su predisposición se me antojaba a la de un verdugo, un carcelero que debía asegurarse de que su reo no escapase. De todas formas, yo no estaba en situación para hablar ni moverme y menos para mensajes de despedida ni besos. Besos a mi abuela, a mi hermano y a mis padres. Curiosamente, dado mi estado catatónico, podría describirlos sin piedad a cada uno de ellos. Todos robotizados, todos tristes, apagados, melancólicos, mustios. Cero sentimiento, puramente formales, aburridos y gélidos.

Tenía muchas ganas de llorar, inmensas lágrimas de infinita tristeza, pero las costumbres del momento, sumadas a las castrenses, lo impedían. «Los hombres no lloran» era el lema de la época. Yo podría haberme amparado en mi condición de niño adolescente, pero hubiese sido una muestra de cobardía que no me pasaba por la cabeza.

Me acerqué a mi abuela, casi ausente como siempre y apoyé mi mejilla sobre la suya sin que mis labios resecos alcanzaran a rozar su piel. Apoyé mi mano sobre su hombro y eso marcó el fin del primer y humillante beso. A mi hermano, seis años menor, no creo ni haberle hecho el ademán de besarlo, una simple friega rápida de cabeza bastó. Con mi madre el beso fue distinto. Todo fue interno, visceral, furtivo. El protocolo prohibía cualquier gesto de ternura y aunque me moría por abrazarla continué con la cobarde letanía de los besos amorfos, imperturbables. El ejército estaba haciendo un buen trabajo conmigo, formando un futuro soldado duro, aguerrido y pétreo, listo para cualquier batalla sin sentir dolor ni exteriorizar emociones, solo cumpliendo órdenes.

¡Adiós, mamá, te quiero mucho y voy a extrañarte aún más! Gritaba mi corazón en silencio. Luego, otro beso vergonzoso, frío, silencioso. Total y absolutamente desprovisto de sentimientos perceptibles.

Bajé al auto donde me esperaba mi padre y partimos. Con él todo fue más fácil. Las circunstancias habían cambiado y estábamos ahora en terreno de hombres. Un buen apretón de manos fue suficiente y me hundí en la semi penumbra del callejón de los llantos callados.

 

El beso pasional

Con las noviecitas anteriores la inexperiencia de la escasa edad compuso besos moderados, flojos y acartonados, golondrinas que no hacían verano. Pero con ella, con ella todo cambió y se incendiaron los campos y los bosques, nuestros lugares preferidos para hacer el amor. El flechazo fue directo al pecho y nuestros besos colmados de amor carnal fueron un descubrimiento no imaginado. Besos improvisados, fugaces, vigorosos fueron evolucionando a otros más osados, enamorados, apasionados e impetuosos. En el clímax de la relación que nos unía, se volvieron candentes, mojados, vehementes, ardientes. Llegó luego el crepúsculo del amor y aunque la pasión seguía unos metros por debajo del cenit, ciertas rutinas fueron imponiéndose sin percibirlo y nuestros besos adquirieron una maduración armoniosa. Bajo esta serena pérgola predominaban los besos vigorosos, impetuosos y briosos. Algo más cerebrales. El tiempo y las costumbres comenzaron a entibiar las pasiones volcánicas del comienzo y se aquietaron las aguas. Y al final, cuando el ardor languidecía, sobrevivían los besos moderados, tranquilos, frugales.

El amor y la pasión son parte de nuestras vidas y por lo tanto atraviesan los mismos estadios: crecimiento, apogeo y caducidad. Así, nuestra pasión llegó a su fin, igual que nuestra relación y solo me queda una dulce canción de tantos besos compartidos.

 

El beso final

Nunca había deseado la muerte de alguien como en este caso. Mi padre había perdido sus capacidades cognitivas hacía más de dos años y estaba internado en una residencia geriátrica. Su enfermiza agresividad nos obligó con mi madre a tomar esa decisión ya que ella sola no podía controlarlo. Yo ya estaba casado, con una hija y la pésima relación familiar con mi madre, merecida por cierto, hacía que yo fuese el único responsable de la salud de mi padre. Mi hermano vivía en Mar del Plata y por lo tanto yo era el que corría de aquí para allá sabiendo que en breve todo volvería a repetirse.

Sus continuas descompensaciones obligaban a internarlo en clínicas u hospitales por una o dos semanas hasta el regreso de la precaria normalidad y el retorno a la residencia. Me desesperaba la situación terminal de mi padre y me victimizaba hasta el llanto. Le rogaba a Dios que pusiese fin a este suplicio.

La noche tan esperada se presentó como de costumbre. Me llamó mi madre pidiéndome que me hiciese cargo de una nueva internación. Ya acomodado en su cuarto de la clínica me quedé junto a él rezando y pidiendo por algún rayo extraviado entrase por la ventana y que fulminara su miserable vida. Era la medianoche y yo estaba muy cansado. Decidí tomar un café y bajé a la cafetería de la clínica a meditar sobre el final de nuestros días, la innecesaria agonía y la muerte, la deseada segadora de vidas a la que esperaba ver actuar pronto. Me despedí con un beso como esos de «voy y vuelvo» afectuoso, pero cansado e inquieto, muy triste. A los pocos minutos me avisaron que mi padre había fallecido. Me acerqué a la habitación y lo hallé con una severa, pero relajada expresión en su rostro ¡al fin éramos libres los dos! Me senté a su lado y coloqué mi mano sobre la suya, yerta. Recé unas plegarias, le acaricié la cara y le di un beso, un único y póstumo beso, un beso muy especial. De adiós, de hasta siempre, de pronto nos veremos. El concluyente beso final.

 

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