LOS TRES BESOS
El beso formal
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ranscurría el final de julio de 1958, las primeras
vacaciones de invierno finalizaban y yo, esa espantosa noche de domingo, debía
presentarme de regreso al Liceo Militar General Espejo de la ciudad de Mendoza
donde cursaba mi primer año del colegio secundario. Era un tierno cadete,
podría decirse que recién ingresado, al cual las duras rutinas del desapego
familiar semanal aún no se le habían impregnado. Era muy duro a esa edad, once
años, dejar a la familia para integrarse a una semana de permanentes desafíos académicos
y militares.
Ese
abominable domingo lo pasé en la cama, tapado hasta la cabeza, tratando de
encontrar razones para no tomar cianuro. Al anochecer llegó el momento de las
despedidas. Mi padre, me iba a acompañar y toda su predisposición se me
antojaba a la de un verdugo, un carcelero que debía asegurarse de que su reo no
escapase. De todas formas, yo no estaba en situación para hablar ni moverme y
menos para mensajes de despedida ni besos. Besos a mi abuela, a mi hermano y a
mis padres. Curiosamente, dado mi estado catatónico, podría describirlos sin
piedad a cada uno de ellos. Todos robotizados, todos tristes, apagados,
melancólicos, mustios. Cero sentimiento, puramente formales, aburridos y
gélidos.
Tenía
muchas ganas de llorar, inmensas lágrimas de infinita tristeza, pero las costumbres
del momento, sumadas a las castrenses, lo impedían. «Los hombres no lloran» era
el lema de la época. Yo podría haberme amparado en mi condición de niño
adolescente, pero hubiese sido una muestra de cobardía que no me pasaba por la
cabeza.
Me
acerqué a mi abuela, casi ausente como siempre y apoyé mi mejilla sobre la suya
sin que mis labios resecos alcanzaran a rozar su piel. Apoyé mi mano sobre su
hombro y eso marcó el fin del primer y humillante beso. A mi hermano, seis años
menor, no creo ni haberle hecho el ademán de besarlo, una simple friega rápida
de cabeza bastó. Con mi madre el beso fue distinto. Todo fue interno, visceral,
furtivo. El protocolo prohibía cualquier gesto de ternura y aunque me moría por
abrazarla continué con la cobarde letanía de los besos amorfos, imperturbables.
El ejército estaba haciendo un buen trabajo conmigo, formando un futuro soldado
duro, aguerrido y pétreo, listo para cualquier batalla sin sentir dolor ni
exteriorizar emociones, solo cumpliendo órdenes.
¡Adiós,
mamá, te quiero mucho y voy a extrañarte aún más! Gritaba mi corazón en
silencio. Luego, otro beso vergonzoso, frío, silencioso. Total y absolutamente
desprovisto de sentimientos perceptibles.
Bajé al
auto donde me esperaba mi padre y partimos. Con él todo fue más fácil. Las
circunstancias habían cambiado y estábamos ahora en terreno de hombres. Un buen
apretón de manos fue suficiente y me hundí en la semi penumbra del callejón de los
llantos callados.
El beso pasional
Con las noviecitas anteriores la
inexperiencia de la escasa edad compuso besos moderados, flojos y acartonados, golondrinas
que no hacían verano. Pero con ella, con ella todo cambió y se incendiaron los
campos y los bosques, nuestros lugares preferidos para hacer el amor. El
flechazo fue directo al pecho y nuestros besos colmados de amor carnal fueron
un descubrimiento no imaginado. Besos improvisados, fugaces, vigorosos fueron
evolucionando a otros más osados, enamorados, apasionados e impetuosos. En el
clímax de la relación que nos unía, se volvieron candentes, mojados, vehementes,
ardientes. Llegó luego el crepúsculo del amor y aunque la pasión seguía unos
metros por debajo del cenit, ciertas rutinas fueron imponiéndose sin percibirlo
y nuestros besos adquirieron una maduración armoniosa. Bajo esta serena pérgola
predominaban los besos vigorosos, impetuosos y briosos. Algo más cerebrales. El
tiempo y las costumbres comenzaron a entibiar las pasiones volcánicas del
comienzo y se aquietaron las aguas. Y al final, cuando el ardor languidecía,
sobrevivían los besos moderados, tranquilos, frugales.
El
amor y la pasión son parte de nuestras vidas y por lo tanto atraviesan los
mismos estadios: crecimiento, apogeo y caducidad. Así, nuestra pasión llegó a
su fin, igual que nuestra relación y solo me queda una dulce canción de tantos
besos compartidos.
El beso final
Nunca había deseado la muerte de alguien
como en este caso. Mi padre había perdido sus capacidades cognitivas hacía más
de dos años y estaba internado en una residencia geriátrica. Su enfermiza agresividad
nos obligó con mi madre a tomar esa decisión ya que ella sola no podía
controlarlo. Yo ya estaba casado, con una hija y la pésima relación familiar con
mi madre, merecida por cierto, hacía que yo fuese el único responsable de la
salud de mi padre. Mi hermano vivía en Mar del Plata y por lo tanto yo era el
que corría de aquí para allá sabiendo que en breve todo volvería a repetirse.
Sus
continuas descompensaciones obligaban a internarlo en clínicas u hospitales por
una o dos semanas hasta el regreso de la precaria normalidad y el retorno a la
residencia. Me desesperaba la situación terminal de mi padre y me victimizaba
hasta el llanto. Le rogaba a Dios que pusiese fin a este suplicio.
La
noche tan esperada se presentó como de costumbre. Me llamó mi madre pidiéndome
que me hiciese cargo de una nueva internación. Ya acomodado en su cuarto de la
clínica me quedé junto a él rezando y pidiendo por algún rayo extraviado
entrase por la ventana y que fulminara su miserable vida. Era la medianoche y
yo estaba muy cansado. Decidí tomar un café y bajé a la cafetería de la clínica
a meditar sobre el final de nuestros días, la innecesaria agonía y la muerte,
la deseada segadora de vidas a la que esperaba ver actuar pronto. Me despedí
con un beso como esos de «voy y vuelvo» afectuoso, pero cansado e inquieto, muy
triste. A los pocos minutos me avisaron que mi padre había fallecido. Me
acerqué a la habitación y lo hallé con una severa, pero relajada expresión en
su rostro ¡al fin éramos libres los dos! Me senté a su lado y coloqué mi mano
sobre la suya, yerta. Recé unas plegarias, le acaricié la cara y le di un beso,
un único y póstumo beso, un beso muy especial. De adiós, de hasta siempre, de
pronto nos veremos. El concluyente beso final.
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