EL SUEÑO LIBERADOR
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uego de la violenta explosión en el sótano
producto del escopetazo que Perry le disparó al hombre, un silencio mortal
rodeó la casa por los cuatro costados. Pensé en lo estúpido de mi decisión de
no haber matado yo al hombre con la navaja como lo propuso Perry, pero ya no
tenía sentido. Me asomé por una ventana para ver si el ruido había alertado a
los vecinos. Por suerte la vivienda estaba en las afueras del pueblo y un tanto
aislada de las otras casas por varios terrenos baldíos. No pasó nada, y Perry y
yo retomamos el estado de excitación que nos producía el delito y que nada
tenía que ver con la calma. Él se fue a las habitaciones superiores y yo me
quedé sentado en la escalera fumándome un cigarrillo y analizando la situación
en la que nos encontrábamos.
Frustración
y resentimiento, amalgamados con la cohesión del cemento por otras desviaciones
cursadas en la niñez son el catalizador perfecto para un buen delincuente. No
me engaño. Eso es lo que soy y con las horas numeradas. Pienso que cada
delincuente ─excepto los psicópatas y otros dueños de variadas patologías
mentales de enajenación─ es consciente y responsable de su triste recorrido
desde su maltratada niñez hasta la forja de un buen criminal. Casi podríamos
creer en una predestinación que nos lleva de la mano hacia el inexorable final:
la muerte o una cárcel para toda la vida. Lo curioso es que todo criminal, del
principiante al más avezado, cree, sueña y organiza su “crimen perfecto”.
Porque a pesar de lo que nos han hecho creer las historias policiales, el
“crimen perfecto” SÍ existe. Conozco
varios.
Perry
acaba de matar brutalmente al hombre, insensata y alocadamente. No había
necesidad. Yo no pude hacerlo con la navaja que me ofreció pero no fue por
cobardía como el habrá supuesto. No soy tan estúpidamente irrefrenable como es él.
Ahora nos veremos obligados a matar a todos en la casa y se habrá sellado
nuestro irremediable y oscuro destino. Una vez más.
Nos
conocimos con Perry en la cárcel. Yo no había dejado de habitarlas varias veces
con anterioridad por asaltos y robos a mano armada. El asesinato no había sido
hasta ahora necesario. Perry, en cambio, venía con un par de homicidios que los
habilidosos y astutos cuervos, que la justicia llama abogados, habían logrado
trocar por leves condenas increíblemente desproporcionadas con el crimen
cometido. ¿De qué justicia estamos hablando aquí? Sí, de esa, de la única que
funciona entre los hombres. La que se venda los ojos para no ver cómo el dinero
abre y cierra celdas, aumenta o reduce penas, ilumina o ciega ojos. Perry tenía
varias deudas con esa justicia o mejor dicho con los abogados miserables de esa
pseudo justicia que da pena. Dios nos hizo pecadores y creo que desearía contar
con un día más de “creación” para enmendar su error y al menos ser más
específico.
Los
dados fueron arrojados con precisión de cirujano y Perry y yo terminamos azarosamente
en la misma celda. Tal vez mi carácter dócil o mi filosofía barata le cayeron
bien y se convirtió en mi amigo y protector. Bien sabe el destino qué hubiese
sido de mí tras esas peligrosas paredes de esa peligrosa cárcel sin la
protección de Perry. Para “la Hiena”, tal su apodo en la cárcel, los hombres se
dividían en solo dos grupos: colaboradores y traidores. Y nada de tibiezas. Pertenecer
al segundo grupo era como estar tirándole de la capa a la parca.
Perry
está ahora sentado en su sofá de la casa evaluando la situación en que nos
hemos metido. La tortura y muerte que infligimos al dueño no proporcionó
ninguna ayuda para hallar el cuantioso dinero que, según el informante de
Perry, había en la casa. El homicidio posterior de todos los miembros de la
familia no cambió para nada el estado de desesperación en que nos hallábamos.
Silencioso e inescrutable, Perry seguramente imaginaba y planeaba la fuga. ¿Qué
otra cosa quedaba por hacer? Nada menos que pergeñar el “crimen casi perfecto”.
La huida perfecta, el escondite perfecto, la supervivencia perfecta pero el
botín ausente. Demasiadas clavas en el aire para un malabarista barato.
La cárcel
es un edificio extraño. Es impermeable a lo que sale pero muy porosa para lo
que entra. Drogas, tabaco, licores, elementos para fabricar armas, hasta la
prostitución disfrazada de visitas higiénicas. Pero el elemento más valioso, que
vadea con facilidad las impenetrables puertas para recorrer pasajes, callejones
y finalmente acuartelarse en las celdas, es la información. Ella es el
sustento, el alimento vital de la mayoría de los prisioneros que viven y sueñan
con ese futuro golpe. Limpio, fácil y el último para luego retirarse a disfrutar
y a desquitarse del encierro. La ingenuidad invade los recintos y se instala
como una enfermedad endémica en esas mentes desquiciadas.
Perry
se había agenciado de esa preciosa información el día que jugaron al básquet The
Black Realm contra The Brown Challenge ─en el lenguaje del hampa hay solo
cuatro colores, negro, blanco, marrón y amarillo correspondiente a los negros,
blancos, mexicanos y asiáticos─ y comenzó entonces nuestro “sueño liberador”.
Todo prisionero veterano sabe cómo cambian las cosas en el momento en que el
“sueño” se apodera de un interno. Es como una experiencia religiosa, una epifanía.
Esta revelación trastoca el aire, las voces, los colores. Ya no había charla
entre Perry y yo que no tuviese algo que ver con el “proyecto Noé”, como lo
habíamos tontamente bautizado. El arca, el escape, la salvación, no sé, nos pareció
un buen nombre en clave. Era parte del juego que jugábamos cada día con el entusiasmo
de dos niños. Sin embargo el engañoso juego no me embaucaba. Conocía el áspero
carácter de Perry e imaginaba lo difícil que podría ser trabajar con él fuera
de prisión. Esos fantasmas sobrevolaban nuestra celda cada vez con más
frecuencia a medida que se acercaba el día de nuestra liberación.
Hundido
en el sofá de rosas celestes, Perry mascullaba atribulado la derrota y reflexionaba
sobre los próximos días. Yo no me atrevía a preguntarle nada. En realidad no
necesita conocer nada, ya sabía todo lo que había que saber.
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