AUTODESTRATO
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uve consciencia de
mi contundente fealdad física a los doce o trece años. Las hormonas tuvieron un
segundo alboroto por esos años de comienzo del colegio secundario cuando las
chicas comenzaron a asemejarse al sexo opuesto y caímos en la cuenta que sus caras
y cuerpos nos atraían. El primer bullicio endócrino fue años atrás, a los ocho,
cuando con los amigos nos escondíamos en alguna obra en construcción a ver
pasar chicas y hacer comentarios libidinosos sobre ellas. Y algo más también.
No sé qué
pasó en mi vida entre bullicio y alboroto pero las hormonas parece que
estuvieron durmiendo durante todo ese lapso. En la secundaria, comencé a
mirarme en el espejo para ver que podrían ver las chicas en mí y descubrí que
me odiaba de pies a cabeza. Quiero ser metódico con mis recuerdos y por lo
tanto comenzaré la odiosa disección de norte a sur. En la parte de arriba, mi
cabeza era aparentemente normal si se la miraba de frente, pero de perfil tenía
una chatura en la nuca que me anticipaba lo mal que comenzaba mi entidad.
Cabello bien rubio, normal; al final del apocalíptico inventario anatómico,
creo que mi cabellera era lo único normal. Sin embargo, no podía enorgullecerme
de ella porque en el Liceo Militar General Espejo de Mendoza, donde estaba
haciendo la secundaria, nos pelaban con fiereza para que nos quedara claro a
nosotros y a los demás, que éramos “cadetitos tagarnas” (“tonto, inepto”, en el
argot militar) que nos merecíamos ese corte-castigo por alguna falta a punto de
ser cometida. Mis orejas, largas y puntiagudas hacia arriba, se separaban de la
cabeza más de lo necesario y mucho más de lo que yo admitía. La cara, en su
totalidad plena, abundaba en un acné furibundo y apenas las cejas escapaban a
la feroz plaga. Pómulos y mentón algo desperfectos, pero la nariz sobresalía,
brillaba por su descarada presencia; se ubicaba muy por delante del rostro y
amenazaba con meterse en la nariz de la pobre chica que se animase a bailar con
el adefesio. ¡Maldita herencia de mi lado materno: mi “naso” era un duplicado
perfecto de una berenjena de buen tamaño e igual a la mis tíos maternos, los
hermanos de mi mamá, quién también tenía lo suyo! Del cuello a la cintura no
presentaba deformidades, pero al llegar al paralelo de cincuenta grados, o sea
las piernas, todo se pudría mal. Una chancha preñada podría haber pasado entre
ellas sin que yo lo notara, tal la comba exterior de mis aterradores miembros
inferiores. Para concluir, en el extremo más austral de mi contrahecha
humanidad, mis pies aparentaban normalidad pero despedían una pestilencia que
los libros de medicina describían como un “hediondo e intolerable olor a pata”.
Aunque
este triste y patológico paisaje podría fácilmente ser desacreditado
considerando la común y feroz autocrítica de los adolescentes, mi caso era uno
en un millón y yo estaba plenamente convencido de mis impiadosas observaciones.
Así fueron pasando los años y yo acarreando ese cuerpo deforme y la pesadísima
mochila de la autoestima cero, en el tope de la escala sismológica de Richter. No
se puede construir un rascacielos con arena de la misma manera que no se puede
formar un ser humano acabado, con escasa estima por sí mismo. La pila de
fracasos sentimentales y de otros tipos se fueron acumulando con el avance del
calendario hasta que mi sentido común nació en mí ser y me condujo al diván de
un terapeuta de la mente, varios de ellos en diferentes momentos por cierto.
Estos aprendices de brujo fueron ayudando al pobre varón a reconstruir una
imagen más real de sí mismo y a percibir el mundo de una manera más benigna.
Ahora,
en el dulce otoño de mi existencia, la lucha ha cesado y otra imagen es la que
me devuelve el espejo. Veo un rostro de rasgos sobresalientes pero armónicos.
Las orejas y la nariz no son pequeñas pero encajan bien en mi cara. Mi barba
candado hace buena amistad con mis ojos celestes y con mi tupida cabellera,
otrora dorada, donde ahora predomina el blanco. La boca pequeña y de labios
finos, con una inclinación hacia el naciente, habla poco o mucho, como las
circunstancias manden, pero no lo hace al bledo o sin razón. Los ojos claros y
algo hundidos en sus orbitas se olvidan de observar lo obvio y solo escrutan lo
invisible.
Reflexiono
acerca de mi pasado y me enorgullezco de lo que pude construir con un minúsculo
arroyito de virtudes y un Amazonas de defectos y carencias, imaginarias o
reales, da igual. ¿Cómo respondería ahora a un cuestionario que podría hacerme
alguno de mis pasados terapeutas, parientes o amigos, quienes me ayudaron a mejorar?
Imaginemos algunas de esas preguntas posibles.
¿Qué prefiero de mí? Mi temperamento sereno y comprensivo es tal vez lo
primero. Mi humor y gracia para contar cuentos y chistes, alegrando las
reuniones con amigos. Mi capacidad para imitar los distintos acentos del hablar
de la Argentina y de otros países. Interesarme sinceramente por los demás
tratando de conocer sus vidas en profundidad, pero sin un gramo de crítica.
Saber halagar al que se lo merece.
¿Qué me produce rechazo? La intolerancia y
los fanatismos. El carácter agrio de los iracundos y el insoportable exterior de
los “sabelotodo” y pedantes. No hay mucho más para agregar. Tal vez la
estupidez de los humanos de no aceptarse como seres emocionales y pensar que
toda la especie es racional. ¿Será por eso que cometemos una y mil veces los
mismos errores? Nada de lo humano me es ajeno ni extraño, ni incomprensible y
por lo dicho acepto la maldad del hombre como su estado natural.
¿Qué hago al despertar? Agradezco a Dios y
al padre Ignacio de Rosario por el nuevo día y por los dones con que fui
gratificado en mi vida. No soy católico prácticamente pero digo mis plegarias
al Creador todos los días. Soy creyente a mi manera. Como científico, durante
gran parte de mi vida se opusieron dentro de mí dos fuerzas poderosas, el
creacionismo y el evolucionismo darwiniano. Finalmente “decidí, opté” por creer
en Jesús a través de la intercesión del padre Ignacio, pero por formación, creo
también profundamente en la teoría evolucionista.
¿Qué me atrae más de la noche? Muy pocas cosas.
No soy en absoluto un individuo noctámbulo. La noche es mi momento más débil.
Para mí es el momento de descanso del cuerpo y de la mente. Es cuando se
presentan los fantasmas de otras épocas, los dolores, los malos pensamientos y
la fatiga, madre de muchos males.
¿En qué lugar desearía vivir? En cualquiera,
donde el respeto al prójimo sea la ley primera. Donde los ancianos sean
valorados y cuidados. Donde exista igualdad plena entre hombres y mujeres.
Donde la ley del más fuerte se haya extinguido hace mucho tiempo y donde una
mariposa reciba el mismo trato y amor que una mascota.
¿De qué hablo conmigo mismo? De mi familia, de
mis nietos. Luego, de proyectos, cosas por hacer, caminos por recorrer.
Generalmente hablo en silencio pero ocasionalmente lo hago en voz alta cuando
ejecuto alguna rutina y encuentro placer en ello.
¿Qué es para mí el invierno? Es el momento de
la introspección. Los sabios árboles envían la savia a la base del tronco y
raíces. La vida pierde color y ritmo pero el invierno es vital para la fauna y
flora de los climas templados. Me alegra vivir en un lugar con las cuatro
estaciones bien definidas. El invierno es además, la estación que sigue al
otoño, mi estación favorita.
¿Qué detesto de mí? Por suerte, y creo que por la sola razón de mi edad,
no hay nada ya que deteste de mí. Sí, hay cosas que no me gustan y que desearía
cambiar. Soy egoísta y manejo con mucha dificultad el ridículo. Me comprometo
con muy pocas cosas y no festejo lo suficiente mis logros. No amo con la
intensidad que quisiera y uso muchas mentiras piadosas. Sin embargo, detrás de
todos estas cosas sigue existiendo un hombre que trata de cambiarlas, hoy,
mañana, y hasta el fin.
¿Qué diría un vecino de mí? ¿Habrá pagado este
pelandrún las expensas? A esa camisa barata ya se la vi puesta ayer, y el
pantalón dos medidas más grandes, también; me parece que a este tipo la moda le
importa un pito. ¿Qué edad tendrá el vejete? Yo diría unos sesenta y algo,
¡está hecho pelota el tipo! Le debe cortar el cabello alguna tía con cataratas
al pobre, que desastre. Y es una lástima porque tiene lindo pelo. Bueno, al
final no sé porque me preocupo por un don nadie del edificio. No viene a las
reuniones de consorcio ni a palos y después le reclama cosas a la
administradora. ¡Anda a cantarle a Gardel, perejil!
¿Qué diría mi padre de mí? ¡Cuántas cosas
heredó de mí Huguito! Tardó en descubrirlas pero están bien claras. Su timidez
y parquedad de joven, sus miedos. Ahora se lo ve bastante bien y, por suerte, mejor que yo. A pesar de los defectos
que aún arrastra, lo veo una persona íntegra y honesta. Ésta era una de mis
herencias más deseadas. Espero además que sea muy feliz. Adivino en su rostro
que lo es.
¿Qué diría un desconocido de mí? Aquí viene un
relicto de la vieja alemanada de Villa Ballester. Rubio, canoso, ojos celestes,
alto y con cara de ario. Qué lástima que esos tiempos son pretéritos en el
barrio y en el país también. Eran aquellos tiempos de orden y mayor uniformidad
étnica y social. Ahora está todo muy mezclado y no hay códigos de ningún tipo.
Por lo menos eso es lo que pensamos las personas mayores del barrio, que
supimos ver épocas mejores. Suena como discriminación, y es discriminación pero
la inseguridad y la desigualdad social nos ha cambiado y nos hace desconfiar
mucho de algunos estereotipos ya conocidos. ¡Chau, Otto, me hiciste volver unos
años atrás y por eso te lo agradezco!
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