miércoles, 22 de julio de 2020

ENTREVISTA A HORACIO QUIROGA (FICCIONAL)


ENTREVISTA A HORACIO QUIROGA

H
oracio Quiroga es considerado uno de los cuentistas latinoamericanos más influyentes, si no el mayor de ellos. Goza en vida de una gran reputación y todos sus libros tienen gran popularidad en las librerías de Buenos Aires. Algunos de sus cuentos se utilizan en los colegios como material de lectura y los niños aprenden la lengua con sus historias. Uno de ellos, quizás el más popular, sea Cuentos de la Selva.
El escritor posee una áspera personalidad y es un tanto adusto, poco afecto a los reportajes. Estamos en enero de 1937 y el periódico en que trabajo hace un año me encomendó una gloriosa misión: entrevistar a Horacio Quiroga quien desde principios de mes se halla internado en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires. Lo teníamos al alcance de la mano y el cuadro clínico de Quiroga, prostatitis aguda, no era tan invalidante para importunarlo con una charla literaria. Las influencias del periódico se habían puesto en marcha para convencer al célebre escritor y a las autoridades del hospital. Para mí se abrían las puertas del paraíso. Con solo un año de redactor júnior se me daba esta oportunidad y no había forma de quitarlo de mi rostro y de mi pensamiento.
Mi jefe me había dado bastante libertad en la elección de los temas a tratar y bajo este amplio paraguas, yo me había dedicado a centrar mi indagación en la rica personalidad creativa de Quiroga, ajena a la literaria. Sus habilidades manuales y su destreza para varios oficios me cautivaban y además estaban en penumbras literarias en ese momento. Baste decir, para comenzar, que a los dieciocho años se interesaba profundamente por la literatura, fotografía, química, mecánica y ciclismo. A esa edad fundó la Sociedad de Ciclismo de Salto (Uruguay), de donde era oriundo, y realizó un viaje en bicicleta de 120 km hasta la ciudad de Paysandú. En cuanto a la mecánica, luego de su jornada en el colegio secundario, pasaba horas en un taller familiar reparando máquinas y herramientas.
—Buenas tardes, profesor Quiroga— dije con un tono distendido pero poco convincente —. Es un enorme placer conocerlo y un honor que me privilegie con la posibilidad de entrevistarlo. Sé que no se encuentra en buen estado de salud y me halaga aún más que me reciba en estas condiciones.
Quiroga no dijo una sola palabra. Solo se entretuvo en juguetear con su pipa y a mirar hacia abajo.
—Profesor, antes de entrar en tema me gustaría explicarle en que he basado mi cuestionario. Es muy conocida su actividad literaria pero no tanto se conoce de su vida particular y allí pienso enfocarme. Si tuviese algún inconveniente o no desea tocar algún tema en particular me lo hace saber y cambiamos de rumbo. ¿Le parece bien mi enfoque?—. El gran Quiroga, impertérrito, no dio señales de ningún tipo, pero creí entender que su silencio era una aprobación. Junté todo el aire que mis pulmones me permitían y me largué a la arena.
—¿Qué lo indujo a crear la Sociedad de Ciclismo de Salto? —el escritor se tomó su tiempo para reflexionar y encendiendo la vieja pipa —creo que fabricada por el mismo— comenzó a hablar. Sin preámbulos de ningún tipo fue directo al grano.
—Creo que fue una mera coincidencia de circunstancias mecánicas. En aquel entonces yo pasaba muchas horas en el taller de mi tío y me entretenía reparando bicicletas. Un día construí una, con rezagos rejuntados del taller y estaba dispuesto a probarla en una travesía que hiciese historia en la ciudad. Me pareció necesario entonces crear la Sociedad para que todo tuviese la seriedad que merecía la aventura, dado que yo era muy joven y sin ningún pergamino en el ciclismo. Seguramente fue una de mis primeras aventuras juveniles en la cual yo deseaba probar mi máquina antes que lograr un record de distancia. Y así fue, recorrí la distancia que mediaba entre Salto y Paysandú, por camino de tierra, de un solo tirón y sin un inconveniente mecánico. Un verdadero record ¿no lo cree usted?
—Sin lugar a dudas, profesor. Una aventura muy atrevida para alguien tan joven.
Varios años después, en 1923, cuando solo contaba veinticinco años, su pasión y conocimiento de la fotografía, le permitió conocer y acompañar a Leopoldo Lugones en una auditoría que este iba a realizar a las ruinas jesuíticas de la provincia de Misiones en nombre del Ministerio de Educación de la Nación. Esta experiencia lo cambió para siempre cuando descubrió la feroz belleza de la selva misionera a quien consagró gran parte de su vida y de sus pasiones.
—Y que podría contarme de sus aventuras junto al gran Leopoldo Lugones en la selva misionera—. Aquí, el semblante de Quiroga se iluminó y le brillaron los ojos.
—Ah, eso fue maravilloso y el comienzo de mi segunda y verdadera vida. Me enamoré al instante en que puse un pie en esa tierra colorada y esa pasión, de hecho, me trajo miles de alegrías pero cientos de penurias.
Su rostro se ensombreció súbitamente y se volvió torvo. Tuve la certeza de que el camino había tomado otro rumbo y no quise seguir transitándolo.
Llegado a la Argentina, en 1902, obtuvo un trabajo docente en el Nacional de Buenos Aires y luego como profesor de castellano en el Colegio Británico. Más adelante, en su aventura «misionera», fue productor de yerba mate, carpintero, constructor, juez de paz, maestro y cónsul. Construyó, con sus propias manos, su bungalow en la selva y también una embarcación de madera con la cual hizo una navegación en solitario hasta Buenos Aires y muchas otras.
—¿Se propuso ser un emulo fluvial de Vito Dumas o su navegación a Buenos Aires fue otra aventura espontanea?
—Para mí las actividades manuales y la literatura fluían en forma paralela. Mi mente, para funcionar a pleno necesitaba de ambas. Una se nutría de la otra. Me encantaba la construcción, la herrería y la carpintería. El bote de vela que construí estaba tan bien diseñado y hecho que decidí mostrarle a la sociedad de que madera estaba construido yo. Así fue como no tuve el menor contratiempo con el bote durante más de mil kilómetros de navegación. Yo era joven y temerario y creo que solo muchos años después tuve dimensión de la hazaña.
Mientras tanto, en paralelo a esta vida plena de acontecimientos, sus actividades literarias nunca se interrumpieron y a pesar de que sus libros fueron éxitos de librería, nunca le alcanzaron para constituirse en la única fuente de su sustento, por lo que debió complementarla con diversas tareas como la de Cónsul del Uruguay, maestro y hasta tuvo la suerte de que sus amigos le consiguieran una jubilación argentina.
Sin embargo, la tragedia estuvo presente en su vida desde su nacimiento y no lo abandonaría hasta su muerte. Aunque no quería yo enfocarme en aspectos trágicos de su vida, era imposible soslayar tantos infortunios. Era como si el destino se hubiese encarnizado con este hombre tan productivo y honorable.
A los dos meses de edad presenció el accidente auto infligido que mató a su padre. Años después, su padrastro se suicidó frente a Quiroga cuando este contaba con dieciocho años. En 1901, se disparó accidentalmente, al limpiarla, el arma que empuñaba Quiroga y mató a su mejor amigo Federico Ferrando. La muerte seguía acosando al escritor uruguayo. Dos hermanos mueren por fiebre tifoidea en el Chaco argentino, se suicida su primera esposa y años después su hija Egle y sus grandes amigos Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni siguen el mismo camino.
Frente a este desolador panorama, que puedo hacer yo, un escritor muy joven y novato, para rehuir tanta tragedia y dedicarme ingenuamente a los aspectos más triviales marcados al comienzo. ¿Qué podría preguntarle?: ¿Cuánta influencia piensa que su trágica vida ha tenido en su obra literaria? Tal vez no haya otra pregunta tan trillada como esta en toda la crítica literaria argentina. Además, se ha debatido el lóbrego tema hasta el cansancio.
¡Debo aceptarlo, soy un cobarde! ¡Con mayúsculas! Este rico diálogo inconcluso solo existió en mi imaginación, nunca ocurrió en realidad. Me perdí la gran oportunidad de mi vida, dejar de ser un gris reportero a convertirme en “EL” periodista que habría entrevistado al gran Horacio Quiroga.
Estamos en enero de 1937 y hace un calor agobiante. Tenía la cita pactada para el 18 y me sentía sumamente aterrorizado por el suceso. No me sentía a la altura de las circunstancias. Él es el mejor cuentista latinoamericano, enfermo y muy delicado. Yo no soy nadie.
El 18, día de la cita, hice lo más honroso que podía hacer en ese momento: ahorrarle al gran maestro tener que revivir momentos trascendentales y trágicos al mismo tiempo de su obra y de su vida, ambas íntimamente fusionadas. Se suele definir a su obra como «poéticamente autobiográfica». Entonces hice lo más noble que pude concebir… no me presenté al encuentro.
El 18 de febrero, un mes después, sabiendo ya que su enfermedad era terminal, el supremo cuentista del Plata se suicidó ingiriendo cianuro. El mismo año, lo hizo su hija y al año siguiente siguieron Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni.
Soy Carlos González, trabajo ahora en un periodicucho de barrio y hago notas de variada índole y dudosa calidad. Un enero de 1937 estuve a milímetros de la notoriedad, pero no tuve las agallas ni el talento necesarios. Han pasado varios años de aquel infortunado hecho que no deja de torturarme. Ahora transcurre el año 1951 y hoy el título de todos los diarios es el suicidio de Darío Quiroga, el otro hijo del gran Horacio Quiroga. La parca no dio respiro al gran escritor ni después de muerto.


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