ENTREVISTA
A HORACIO QUIROGA
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oracio Quiroga es considerado uno de los
cuentistas latinoamericanos más influyentes, si no el mayor de ellos. Goza en
vida de una gran reputación y todos sus libros tienen gran popularidad en las
librerías de Buenos Aires. Algunos de sus cuentos se utilizan en los colegios
como material de lectura y los niños aprenden la lengua con sus historias. Uno
de ellos, quizás el más popular, sea Cuentos de la Selva.
El
escritor posee una áspera personalidad y es un tanto adusto, poco afecto a los
reportajes. Estamos en enero de 1937 y el periódico en que trabajo hace un año
me encomendó una gloriosa misión: entrevistar a Horacio Quiroga quien desde
principios de mes se halla internado en el Hospital de Clínicas de Buenos
Aires. Lo teníamos al alcance de la mano y el cuadro clínico de Quiroga,
prostatitis aguda, no era tan invalidante para importunarlo con una charla
literaria. Las influencias del periódico se habían puesto en marcha para
convencer al célebre escritor y a las autoridades del hospital. Para mí se
abrían las puertas del paraíso. Con solo un año de redactor júnior se me daba
esta oportunidad y no había forma de quitarlo de mi rostro y de mi pensamiento.
Mi
jefe me había dado bastante libertad en la elección de los temas a tratar y
bajo este amplio paraguas, yo me había dedicado a centrar mi indagación en la
rica personalidad creativa de Quiroga, ajena a la literaria. Sus habilidades
manuales y su destreza para varios oficios me cautivaban y además estaban en
penumbras literarias en ese momento. Baste decir, para comenzar, que a los
dieciocho años se interesaba profundamente por la literatura, fotografía,
química, mecánica y ciclismo. A esa edad fundó la Sociedad de Ciclismo de Salto
(Uruguay), de donde era oriundo, y realizó un viaje en bicicleta de 120 km
hasta la ciudad de Paysandú. En cuanto a la mecánica, luego de su jornada en el
colegio secundario, pasaba horas en un taller familiar reparando máquinas y
herramientas.
—Buenas
tardes, profesor Quiroga— dije con un tono distendido pero poco convincente —. Es
un enorme placer conocerlo y un honor que me privilegie con la posibilidad de
entrevistarlo. Sé que no se encuentra en buen estado de salud y me halaga aún más
que me reciba en estas condiciones.
Quiroga
no dijo una sola palabra. Solo se entretuvo en juguetear con su pipa y a mirar
hacia abajo.
—Profesor,
antes de entrar en tema me gustaría explicarle en que he basado mi
cuestionario. Es muy conocida su actividad literaria pero no tanto se conoce de
su vida particular y allí pienso enfocarme. Si tuviese algún inconveniente o no
desea tocar algún tema en particular me lo hace saber y cambiamos de rumbo. ¿Le
parece bien mi enfoque?—. El gran Quiroga, impertérrito, no dio señales de
ningún tipo, pero creí entender que su silencio era una aprobación. Junté todo
el aire que mis pulmones me permitían y me largué a la arena.
—¿Qué
lo indujo a crear la Sociedad de Ciclismo de Salto? —el escritor se tomó su
tiempo para reflexionar y encendiendo la vieja pipa —creo que fabricada por el
mismo— comenzó a hablar. Sin preámbulos de ningún tipo fue directo al grano.
—Creo
que fue una mera coincidencia de circunstancias mecánicas. En aquel entonces yo
pasaba muchas horas en el taller de mi tío y me entretenía reparando
bicicletas. Un día construí una, con rezagos rejuntados del taller y estaba
dispuesto a probarla en una travesía que hiciese historia en la ciudad. Me pareció
necesario entonces crear la Sociedad para que todo tuviese la seriedad que
merecía la aventura, dado que yo era muy joven y sin ningún pergamino en el
ciclismo. Seguramente fue una de mis primeras aventuras juveniles en la cual yo
deseaba probar mi máquina antes que lograr un record de distancia. Y así fue, recorrí
la distancia que mediaba entre Salto y Paysandú, por camino de tierra, de un
solo tirón y sin un inconveniente mecánico. Un verdadero record ¿no lo cree
usted?
—Sin
lugar a dudas, profesor. Una aventura muy atrevida para alguien tan joven.
Varios
años después, en 1923, cuando solo contaba veinticinco años, su pasión y
conocimiento de la fotografía, le permitió conocer y acompañar a Leopoldo
Lugones en una auditoría que este iba a realizar a las ruinas jesuíticas de la
provincia de Misiones en nombre del Ministerio de Educación de la Nación. Esta
experiencia lo cambió para siempre cuando descubrió la feroz belleza de la
selva misionera a quien consagró gran parte de su vida y de sus pasiones.
—Y que
podría contarme de sus aventuras junto al gran Leopoldo Lugones en la selva
misionera—. Aquí, el semblante de Quiroga se iluminó y le brillaron los ojos.
—Ah,
eso fue maravilloso y el comienzo de mi segunda y verdadera vida. Me enamoré al
instante en que puse un pie en esa tierra colorada y esa pasión, de hecho, me
trajo miles de alegrías pero cientos de penurias.
Su
rostro se ensombreció súbitamente y se volvió torvo. Tuve la certeza de que el
camino había tomado otro rumbo y no quise seguir transitándolo.
Llegado
a la Argentina, en 1902, obtuvo un trabajo docente en el Nacional de Buenos
Aires y luego como profesor de castellano en el Colegio Británico. Más
adelante, en su aventura «misionera», fue productor de yerba mate, carpintero,
constructor, juez de paz, maestro y cónsul. Construyó, con sus propias manos,
su bungalow en la selva y también una embarcación de madera con la cual hizo
una navegación en solitario hasta Buenos Aires y muchas otras.
—¿Se
propuso ser un emulo fluvial de Vito Dumas o su navegación a Buenos Aires fue
otra aventura espontanea?
—Para
mí las actividades manuales y la literatura fluían en forma paralela. Mi mente,
para funcionar a pleno necesitaba de ambas. Una se nutría de la otra. Me
encantaba la construcción, la herrería y la carpintería. El bote de vela que
construí estaba tan bien diseñado y hecho que decidí mostrarle a la sociedad de
que madera estaba construido yo. Así fue como no tuve el menor contratiempo con
el bote durante más de mil kilómetros de navegación. Yo era joven y temerario y
creo que solo muchos años después tuve dimensión de la hazaña.
Mientras
tanto, en paralelo a esta vida plena de acontecimientos, sus actividades
literarias nunca se interrumpieron y a pesar de que sus libros fueron éxitos de
librería, nunca le alcanzaron para constituirse en la única fuente de su
sustento, por lo que debió complementarla con diversas tareas como la de Cónsul
del Uruguay, maestro y hasta tuvo la suerte de que sus amigos le consiguieran
una jubilación argentina.
Sin
embargo, la tragedia estuvo presente en su vida desde su nacimiento y no lo
abandonaría hasta su muerte. Aunque no quería yo enfocarme en aspectos trágicos
de su vida, era imposible soslayar tantos infortunios. Era como si el destino
se hubiese encarnizado con este hombre tan productivo y honorable.
A los
dos meses de edad presenció el accidente auto infligido que mató a su padre.
Años después, su padrastro se suicidó frente a Quiroga cuando este contaba con
dieciocho años. En 1901, se disparó accidentalmente, al limpiarla, el arma que
empuñaba Quiroga y mató a su mejor amigo Federico Ferrando. La muerte seguía
acosando al escritor uruguayo. Dos hermanos mueren por fiebre tifoidea en el
Chaco argentino, se suicida su primera esposa y años después su hija Egle y sus
grandes amigos Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni siguen el mismo camino.
Frente
a este desolador panorama, que puedo hacer yo, un escritor muy joven y novato,
para rehuir tanta tragedia y dedicarme ingenuamente a los aspectos más
triviales marcados al comienzo. ¿Qué podría preguntarle?: ¿Cuánta influencia
piensa que su trágica vida ha tenido en su obra literaria? Tal vez no haya otra
pregunta tan trillada como esta en toda la crítica literaria argentina. Además,
se ha debatido el lóbrego tema hasta el cansancio.
¡Debo
aceptarlo, soy un cobarde! ¡Con mayúsculas! Este rico diálogo inconcluso solo
existió en mi imaginación, nunca ocurrió en realidad. Me perdí la gran
oportunidad de mi vida, dejar de ser un gris reportero a convertirme en “EL”
periodista que habría entrevistado al gran Horacio Quiroga.
Estamos
en enero de 1937 y hace un calor agobiante. Tenía la cita pactada para el 18 y
me sentía sumamente aterrorizado por el suceso. No me sentía a la altura de las
circunstancias. Él es el mejor cuentista latinoamericano, enfermo y muy
delicado. Yo no soy nadie.
El 18,
día de la cita, hice lo más honroso que podía hacer en ese momento: ahorrarle
al gran maestro tener que revivir momentos trascendentales y trágicos al mismo
tiempo de su obra y de su vida, ambas íntimamente fusionadas. Se suele definir
a su obra como «poéticamente autobiográfica». Entonces hice lo más noble que
pude concebir… no me presenté al encuentro.
El 18
de febrero, un mes después, sabiendo ya que su enfermedad era terminal, el
supremo cuentista del Plata se suicidó ingiriendo cianuro. El mismo año, lo
hizo su hija y al año siguiente siguieron Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni.
Soy
Carlos González, trabajo ahora en un periodicucho de barrio y hago notas de
variada índole y dudosa calidad. Un enero de 1937 estuve a milímetros de la
notoriedad, pero no tuve las agallas ni el talento necesarios. Han pasado
varios años de aquel infortunado hecho que no deja de torturarme. Ahora
transcurre el año 1951 y hoy el título de todos los diarios es el suicidio de
Darío Quiroga, el otro hijo del gran Horacio Quiroga. La parca no dio respiro
al gran escritor ni después de muerto.
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