viernes, 10 de julio de 2020

EL ALQUIMISTA

EL ALQUIMISTA

F
rederick y Erwin eran dos químicos alemanes que trabajaban en Chile en 1920. La compañía Salitrera de Atacama los había contratado para una empresa singular. Debían investigar y encontrar un método económico para extraer el yodo del salitre. Hacía poco que se había determinado que la forma más práctica de prevenir las enfermedades producidas por la carencia de yodo —bocio, cretinismo—, era agregar este elemento a la sal de mesa. El método era ingenioso, pero caro, ya que la única forma conocida y económica de producir yodo era extrayéndolo de las algas marinas. Súbitamente, el yodo se había convertido en un elemento muy deseable.
La Salitrera de Atacama, conocedora del tesoro en potencia que había en sus minas de salitre, ricas en yodo, había contratado a los alemanes, químicos de renombre internacional y conocedores de la materia.
Frederick era el jefe y Erwin el discípulo y ayudante. Era este, joven, muy talentoso y con mucho futuro. Frederick tenía cincuenta y ocho años y Erwin cuarenta y tres. Hacía ya dos años que estaban en Santiago, la capital, trabajando en un laboratorio donde no faltaba nada. No obstante, no habían hallado el deseado método ni tampoco veían el fin de la aventura en los subsiguientes años. Habían descubierto varios métodos, pero ninguno era lo suficientemente económico para que la empresa los pusiese en práctica.
Frederick era muy metódico y paciente; Erwin, en cambio, impulsivo y algo dado a las soluciones rápidas. Se sentía impaciente y frustrado por la falta de resultados.
Es necesario desviarnos un poco ahora de la historia principal para hablar de Erwin. Soltero, con escasas relaciones en Chile y poca familia en Alemania, era afecto al ocultismo y las artes esotéricas. La alquimia era su “profesión secreta” y la practicaba en el laboratorio a escondidas de Frederick, sabiendo que este no lo tomaría de buen grado. Como todo alquimista que se precie, Erwin buscaba la piedra filosofal. No la clásica que convertía todo en oro, sino una más asequible: aquella que le permitiese llegar a cualquier objetivo por el camino más corto y rápido. Además del yodo, había en el salitre muchos elementos valiosos y la clarividencia educada de Erwin había puesto el ojo en el litio. Su inteligencia intuía que ese elemento tendría en el futuro un valor incalculable. Como a todo hombre práctico y visionario no le interesaba mucho el oro. Lo veía como un elemento de codicia, de estatus social y no algo valioso para las generaciones futuras. Era científico y como tal privilegiaba los logros profesionales a la riqueza de bienes superfluos.
Erwin quería dedicarse por entero a la alquimia, pero primero debía vencer un par de obstáculos. La cuestión económica la tenía casi resuelta. Su excelente sueldo y sus frugales hábitos le habían permitido ahorrar una cantidad considerable de dinero, suficiente para montar un laboratorio independiente. El escollo más alto era Frederick, que no solo era su jefe sino su mentor, junto a quien se había formado. Frederick no era ingenuo y sabía de la afición oculta de su colega, pero no quería darle demasiada trascendencia y fingía que no le importaba. Habían tenido un par de charlas sobre el tema y ambos conocían el pensamiento del otro. Hábilmente, habían consensuado una paz circunstancial.
Sean como fueran las cosas, Erwin debía tomar el toro por las astas de una vez. Preparó el terreno con pericia y cuando creyó que los vientos soplaban favorablemente invitó a Frederick a hacer una pausa en la rutina y a compartir una copita de absenta, el licor predilecto de artistas, científicos e intelectuales.
Después de que Erwin lo pusiera al tanto de sus planes, Frederick se hundió en un mar de silencio perpetuo. Luego, con pretendida decisión en la voz, atacó:
—¿Así que deseas ahora convertirte en un mago?
—Sí —contestó Erwin sin vacilar.
—Una especie de aprendiz de brujo, ¿eh?
—Ciertamente.
Hubo tanta quietud que podía oírse el tictac de un reloj en la habitación contigua.
Frederick agregó después:
—Esto significa que abandonas toda relación con la ciencia seria y, por tanto, toda relación conmigo.
—Espero que no sea así —contestó Erwin—. Pero si no hay otro remedio, ¿qué puedo hacer yo?

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