RECUERDOS DE UNAS VACACIONES SORPRENDENTES
M
|
is vacaciones del primer año del Liceo Militar
General Espejo de la ciudad de Mendoza estaban llegando a su fin. Era el año
1958 y yo tenía doce años. Había pasado un mes maravilloso
en una estancia de las sierras de Córdoba de la cual mi tío era el
administrador. En compañía de mis primos,
Fernando y Mercedes, hicimos lo que otros
veranos anteriores en Almafuerte, donde ellos tenían su casa. En ese pueblo,
cercano al embalse de Río Tercero donde mi tío vivía en forma permanente, yo
hacia todo lo nuevo y no permitido para mi durante el año o tal vez, durante toda mi vida. Trepábamos árboles, cazábamos pájaros (mea culpa, mea culpa, mea
maxima culpa), andábamos sin rumbo, explorábamos, montábamos
caballos, chanchos y cabras también, nadábamos en el río que cruzaba la
estancia y muchas otras cosas que no puedo recordar, ¡cuántas añoranzas!
En la estancia las cosas eran
parecidas, pero mejores. Mayores extensiones
y cosas por explorar y experimentar. Montes
frutales para paladear sus frutos sin
bajarse del caballo, rebaños de vacas para arrear y ¡chanchos para oler! Un
criadero a cielo abierto donde mis experiencias se expandieron increíblemente.
La sola evocación de la improvisada curación de las heridas agusanadas que
tenían los pobres animales me despabila la memoria y me lleva de regreso al
pasado. En aquel momento, el acto teluro-quirúrgico tenía para mí un atractivo irresistible. Se
apartaban los animales lastimados y con la ayuda de una ramita delgada y un desinfectante (el antiguo y
polifacético Fluido Mánchester) se revolvía la
herida en busca de los retorcidos habitantes dentro de los tejidos carcomidos
para expulsarlos y dejar el hueco libre de larvas carnívoras. ¡Qué placer! Después,
el postre: la preparación de un guiso primordial de porotos «abichados», del
cual participábamos también los eventuales
comensales humanos: los peones, mis primos y yo. La
alusión del panorama descripto se completaba con el humear de las ollas
junto al montecito de espinillos del corral,
los cerdos ya adivinando la hora del almuerzo y el sabor escueto de esos
porotos de descarte que comíamos más para parecernos a nuestros amigos porcinos,
por deporte podríamos decir, que por hambre.
Las vacaciones terminaron un día
y debía regresar a casa. Lo haría
acompañado de mi anciana abuela Amalia quien no se hallaba bien de salud y
estaba algo impedida físicamente por los
achaques de la edad. Mi tío, nos embarcó en
la estación de trenes de Rio Tercero rumbo a la ciudad de Mendoza. Mis doce
años y uno de Liceo, me ponían al comando del grupo particular: Amalia, yo y un lechoncito de regalo para mis
padres. Finado, claro está. Partimos
temprano por la mañana y estaríamos
arribando a destino en un horario nocturno o casi. Pero
este plan no pudo llegar a cumplirse. Un descarrilamiento en las cercanías de
Las Catitas, a unos 80 km de Mendoza, hizo
que nuestro tren se detuviera y quedara varado en las cercanías de ese pequeño
pueblo del desierto cuyano. A partir de allí todo fue caos, descontrol,
desorganización e incertidumbre. Esperamos varias horas sin saber que estaba
ocurriendo realmente, pero con la esperanza de continuar la marcha apenas
resuelto el problema.
Mi angustia y desazón iban en aumento. Yo estaba al
comando y
me desesperaba esa inseguridad. Me
sentía responsable, enormemente responsable, por la salud de mi abuela y también por la
integridad de la bestia. Es curioso, pero mi
obediencia era tan grande que ni en el momento más crítico de la aventura se me
ocurrió abandonar al molesto porcino, quien con su elevado tonelaje limitaba
mis movimientos y
achicaba nuestras posibilidades de supervivencia. Así, exageradamente, lo vivía yo con mi escasa
edad. No obstante, lo peor no había llegado aún. Tuvimos que abandonar el tren,
que nos proporcionaba una relativa comodidad y protección, para acomodarnos en
la mugrosa estación. Y esto se hizo como
tantas otras cosas en este inexplicable país. ¡Mal!. Maldije, maldije
y maldije una y otra vez a ese chancho que se me aferraba al brazo y no me
permitía estar allí, en la primera línea de batalla, buscando el mejor lugar para
mi abuelita. ¡Chancho idiota, imbécil, inservible!
Quisiera haberlo matado yo, pero alguien se me había adelantado. Mi abuela callaba y aceptaba su situación sin
chistar, estoicamente. Ningún reproche. Pero yo
no oía, no escuchaba, no respiraba. La situación
me sobrepasaba y mi sentido de la responsabilidad me quitaba el aliento.
Mi Dios, ¿quién me había metido
en este embrollo? ¡Mi tío!, él era el
culpable, el responsable del regalo. El ex
amo del chochán. ¡Qué reverendo idiota, mi querido tío Antonio! A pesar de
ello, lo peor aún estaba por ocurrir. Pasaron
algunas horas, dos,
tres, con la lentitud de las últimas de un condenado. El condenado era yo. No recuerdo
que comimos ni bebimos. Probablemente algo que traíamos con nosotros. Recuerdo a la abuela sentada en el piso, en una improvisada
cama hecha con algún abrigo tomado de nuestras valijas, dos enormes armatostes que
competían con el porcino en peso y tamaño. Más para preocuparse. La carga a mi cargo me desesperaba. En algún momento, mi
abuela también se convirtió en parte de esa pesadilla. Ese pedazo de
bondadosa humanidad mutó rápidamente en carga.
Otro bártulo más sobre mis hombros. Y
finalmente, la trágica historia comenzó a meterse en el tramo más espantoso.
Corrió la voz de que el traslado de los
pasajeros, incluido el chancho, se haría por ruta
mediante vehículos particulares contratados por el ferrocarril. Tuve la impresión, entonces, de estar en las puertas del infierno.
Gente que corría desesperada, gritos angustiantes, gemidos, tropiezos, polvo en el aire y toda la confusión del mundo, cada cual
tratando de conquistar un vehículo. Y yo allí, paralizado por los objetos a mi
cargo, incluida mi abuela. Todos escapaban,
huían, corrían. Nosotros seguíamos en el mismo lugar
esperando algo o alguien que nos ayudara o guiara en el pandemonio. Poco a poco fueron desapareciendo nuestros vecinos
circunstanciales y fui notando que llegaba mi hora. De hacer algo que ignoraba por
completo. Decidí explorar. Dejé a mi abuela a
cargo del chancho y partí hacia donde suponía que estaban los vehículos
cargando gente, a unos doscientos metros de la estación.
La rememoración se
borronea en esta instancia. Perdí
la noción clara de los hechos. Lo poco
que recuerdo es que desesperadamente pedí
ayuda y alguien me indicó que trajera el equipaje, que él me llevaría. Volví a los tumbos y excitado le conté
la buena noticia a mi abuela. Cargué las tres cosas sobre mis hombros, las arrastré impiadosamente o
probablemente hice dos viajes y llegamos jadeando al camioncito.
Luego de un lapso
indeterminado arribamos, muy avanzada la noche, a la estación de trenes de
Mendoza donde nos estaba esperando mi afligido padre. El «orgullo del deber cumplido» (del
léxico castrense y «liceísta»), el de haber concretado la misión con éxito, no pudo nunca, jamás, borrar de mi mente el inmenso miedo
que sentí aquel día sombrío, para borrar de la memoria. Con el pasar de los años, el tiempo me
hizo cambiar de opinión y hoy, en momentos de encantadora nostalgia, siento reminiscencias
del miserable viaje de regreso… de las mejores vacaciones de mi vida.